Acabo de leer un artículo en el que se
afirma que las primeras deducciones racionales pueden llegar a alcanzarse a la
edad de doce meses. Así, antes incluso de aprender a hablar, un bebé es capaz
de comprender algunas reglas sencillas relacionadas con su entorno más
inmediato e incluso de elaborar razonamientos simples. A partir de ahí… el
mundo. Porque es precisamente el mundo, nada más y nada menos, el que nos va a lanzar
toda clase de estímulos, de informaciones y de fórmulas de vida de lo más diversas
que, a poco válidos que queramos ser, nos va a obligar a forzar la máquina para
tratar de absorber, entender, comprender y digerir dicha carga de profundidad. Comprender,
en efecto. La tarea empieza temprano, muy temprano. Comienza –para no terminar
jamás- por uno mismo. Nuestros sentires, nuestros miedos, nuestros deseos,
nuestros complejos,…. Hemos de comprender lo que nos gusta y lo que no. Y por
qué. Lo que nos hiere y lo que no. Y por qué. Lo que necesitamos y lo que no. Y
por qué. Aquello en lo que brillamos y aquello en lo que hacemos aguas. Aquello
que no conseguimos gestionar y lo que superamos con éxito, o acaso con decencia.
Quiénes somos, quiénes fuimos y quiénes podemos llegar a ser. Bonita empresa.
Pero como obviamente nadie vive solo en una cueva, ese comprender se proyecta
en progresión geométrica dirigida a cada una de las personas que nos rodean. Así
que, por si no fuese fácil tratar de comprenderse a uno mismo, el salto de
gracia lo tenemos a la hora de encajar las piezas de las mentes ajenas. Y ese
es el cuento.
He
oído en muchas ocasiones expresiones consistentes en “no me entiendo ni yo” o “comprenderme
no es tarea fácil”. Son palabras que suelo escuchar con escepticismo, a medio
camino entre la extrañeza y el creer que una de dos, o la avería al otro lado
es suprema, o es una puesta en escena para llamar la atención y hacerse uno
súper-mega alternativo. O sea... Lo cierto es que más allá de las confusiones que todos
podamos tener, de los momentos vitales complicados, de las dudas o de puntuales
fallos en Matrix, se me antoja seco y áspero de digerir el hecho de una persona no se
comprenda a sí misma. Inevitablemente suelo preguntarme qué demonios ha estado
haciendo durante toda su vida para llegar al punto de no entenderse. Y del
mismo modo, aunque la gravedad sea diferente, pienso en las dificultades para
comprender al prójimo.
Por
mi parte, sin doblez alguna digo que llevo unas cuantas décadas tratando de
comprender a los demás. Lo intento siempre con fuerza, con mucha fuerza de
corazón. Con éxito a veces, ceguera otras muchas, aceptables resultados otras y
alguna que otra metedura de pata antológica. Pero palabra que siempre he
intentado recorrer ese trayecto. Como consecuencia de ello, y si me autoevalúo,
me consta que he aprendido por el camino media docena de lecciones valiosas. Que
he pulido aristas, que he aumentado mi capacidad comprensiva de otras formas de
vida y pensamientos que no son los míos, y que con ello mi nivel de tolerancia
también ha crecido. Y del mismo modo, sé que en algunos aspectos concretos me
he enrocado en la tarea y he perdido fuelle. También he perdido aguante donde a
veces debería tenerlo. Todo no son mieles entre tantas hieles. Pero en
general, el balance es positivo. Sé que he mejorado en comprensión y a estas
alturas me importa muy poco hacer una afirmación tal, aunque pudiera resultar presuntuosa.
Y sin embargo, a pesar de esa lucida imagen, me acompaña un bocado agridulce en
el gesto, porque, y llevo un tiempo considerable alojando esta sensación: cuanto
más creo avanzar en tal entendimiento, más incomprendida me siento yo por el
resto. Y cuanto más se supone que sé explicarme o que poso mis actos, menos se
entienden estos. Tanto, que a veces llego a optar por no verbalizar determinadas
impresiones que bien pudieran caer en saco roto. ¿Para qué?, me digo. Desconozco el porqué de todo
ello, sinceramente. Me miro a mí por ver si estoy equivocada en mi visión de
conjunto. Y miro al tiempo al resto que, por agotamiento, no levanta ni el
índice a veces por miedo a hacer un esfuerzo que a la larga pudiera ser inútil. La cuestión es que hay en
efecto un sentir de adulta, con sabor a vuelta de las cosas, que me lleva a
percibirme incomprendida con algunos. Paradójicamente al tiempo en el que yo me
empeño justo en recorrer el camino inverso.