NI ALGUNOS TAN LISTOS, NI YO TAN INOCENTE
By María García Baranda - junio 18, 2014
Me viene a la mente hoy una cita universal que reza así:
"Hay dos tipos de personas: los que pasan por la vida sin dejar huella
y los que la dejan. Entre los segundos, los que pueden crean y los que no son
capaces de tanto destruyen." ¿Quién no querría pertenecer a ese grupo
que va dejando a su paso una estela indeleble? Y, lo que es más, ¿cuántos se
adjudican la tan preciada cualidad, alimentados de arrogante inconsciencia?
No obstante, discrepo y perfilo mi concepto personal de
lo que supone dejar huella en los demás. Difiere pues este de cualquier acción
mínimamente destructora y, por ende, lo encuentro indisoluble a la tan escasa y
valiosa capacidad creadora del ser humano. Pocos son los elegidos. Y creo
firmemente que todo aquel que no consigue rozarla ni tan siquiera con la punta
de los dedos inicia un camino sin retorno hasta sumergirse paulatinamente en
una ciénaga de mezquindad.
Naturalmente desconozco la totalidad de las causas que
mueven a un individuo a tomar el camino de la mediocridad existencial. Tan solo
hay dos fuerzas motrices que reconozco con meridiana claridad: la envidia y su
consecuente frustración personal. Podrían estas tener remedio, pero conllevaría
un formidable esfuerzo por evolucionar emocionalmente. Habría pues que estar
dispuesto a mirarse al espejo –si es que no se ha alcanzado ya un incurable
estado de ceguera- y reconocer las propias limitaciones para, humildemente y
con sincera modestia, reconstruir aquellas partes insatisfactorias del yo.
Repito: pocos son los elegidos.
Bien, asumamos nuestra convivencia terrenal con tales
seres, pero ¿cómo reconocerlos? El destructor por antonomasia posee el rasgo
intrínseco de la subestimación del contrario. Y con maneras aún más osadas, es
capaz de creerse más avispado e ingenioso que aquellos que a su criterio se
sitúan en un estadio inferior y tildan, por tanto, de manipulables. Pobre
necio, pues con tal conducta jamás se distanciará de tal mediocridad,
retroalimentando así la referida frustración personal. Espiral sin salida. A
efectos prácticos, sírvanos saber que adquiere este un par de hábitos
inconfundibles. El primero es dar rienda suelta a su destreza lingüística,
disociada de cualquier actividad cerebral medianamente aceptable; esto es,
hablar sin saber y sin medir su repercusión, pensando que sus actos quedarán
indemnes per saecula saeculorum. El segundo es relacionar la
amabilidad y el buen carácter con un espíritu ingenuo. Craso error,
porque conviene no olvidar que tras una sonrisa aparentemente perpetua e
inofensiva se agazapa el más fiero de los rugidos, perfilado con el único propósito
de defender con uñas y dientes el costoso terreno conquistado. Y aquí, sí es
tan fiero el león aun no pintado. La esbozada sonrisa es producto y reflejo de
una trabajada inteligencia emocional en perpetua evolución, que desemboca en un
estado de paz con uno mismo que no se está dispuesto a perder.
Varias intentonas el pasado mes, tres en esta última
semana y en ninguna de ellas conseguí escribir ni una sola frase con sentido. O,
mejor dicho: no pude transferir al papel ni una palabra que recogiese por
completo y de manera exacta el quid de mi cuestión. Bloqueo total.
Inevitablemente busco la causa en el agotamiento, psíquico y comunicativo, pero
aún más me inclino a pensar en que se trata de otro tipo de debilidad. De
cuando en cuando, por esencial que sea, me canso de diseccionar al ser humano
y, por qué no decirlo, a mí misma. Ya conozco de sobra cada rincón, cada curva
y cada giro tomados por mi mente al abrigo de los estímulos externos. Y es que
seguramente son precisamente estos los que me llevan a sentirme extenuada.
Patrones de comportamiento humano repetidos de forma casi idéntica, donde tan
solo pequeños matices sin importancia marcan la diferencia. Saberte de memoria
los guiones, el final de la película y el minúsculo verso de un poema que decae
en su último terceto.
Entono el mea culpa. Y no
por mi cansancio, sino por permitir que los factores externos le tomen la
delantera a mis estímulos íntimos, personales y privados. Asignatura pendiente
la que tengo en esta compleja carrera que es la vida y que, sin que suene a
rendición, mucho me temo que no lograré aprobar mientras siga fresca la pasta
de la que estoy hecha. Ahí me digo: ¡vive con eso! No se puede depender en
demasía del entorno, de sus gestos, de su aprobación o de sus rechazos. Siempre
pensé que eso de la seguridad en uno mismo se lograba con una mezcla de
inmunidad ante las críticas y desarrollo de un sexto sentido para detectar los
entornos tóxicos. Pero no, no se trata tan solo de eso. Consiste en no pasarse
de autocrítico y en la capacidad de no ponerse siempre en lo peor al formular
hipótesis de andar por casa. Es administrarse protección para no manchar las
conclusiones procedentes de nuestra primera impresión, de la raíz más pura de
la intuición, porque cuando meditas en demasía…, lo mandas todo al carajo de un
plumazo. Una pena.
Releyendo estas
líneas no me es difícil percibir que hoy mi positividad se ha marchado por la
ventana a dar un paseo. Innegablemente estoy cruzada…, ¡qué le vamos a hacer!
Tal vez necesite unas vacaciones. O quizás un gesto ajeno que haga que me
desdiga de todo esto. Pero ¡ay!... ¿veis? Ya estoy dejando mi paz interior en
manos extrañas. Asignatura pendiente, repito. Debería plantearme seriamente
trabajármela. Pero no esta noche.
Colocarse una tupida venda antes de
que la herida sangre a borbotones.
Tal vez blindada excusa,
refugiada en los muros del miedo descarnado.
Cautela disfrazada de sutil
inteligencia.
Helarse y detener sus minúsculas gotas
al borde del abismo.
Tal vez, deliberadamente acaso, cubro a medias tan solo
los ojos con traslúcido velo.
A sabiendas de todo y no por ello
menos intensos,
puedo oírme uno a uno los latidos a un
tiempo acompasados.
Tal vez hoy dirija la mirada al
encuentro del otro
y permita escuchar sin cortapisas.