Uno de esos días que marcan la piel, de esos en los que
tus ojos le gritan al mundo lo afortunada que te sientes. Por ejemplo, hoy.
Pasaban las once y media de la mañana y estaba sentada –algo poco habitual-
frente a mis alumnos de segundo curso de bachillerato. Di comienzo a la clase,
hilvanando mi discurso con las últimas palabras pronunciadas ayer. Trataba de
explicar el Romanticismo y la lírica de Gustavo Adolfo Bécquer. Conectar a unos
alumnos de 17 o 18 años con el sensibilísimo dolor y la destructiva frustración
del hombre romántico no es tarea fácil, más aún teniendo en cuenta que estos
chicos atraviesan uno de los periodos de mayor vitalidad que experimentarán en
sus vidas. ¡Qué delicia! Sin embargo, jamás sitúo mi punto de partida en la
comprensión de contenidos abstractos, sino que elevo a lugar preponderante el
fomento del gusto por las emociones, el arte. Para ello, y todos los que nos dedicamos
a esto lo sabemos, es preciso ponerse en la piel del hombre de la época, de los
autores… y enseguida observamos como el ser humano sigue sucumbiendo a los
mismos deleites, sufriendo de los mismos miedos y amando con la misma
intensidad. La esencia no ha cambiado, tan solo el maquillaje, por lo que, si
desnudas cuidadosamente la figura a analizar, descubrirás lo que podría ser tu
imagen en el espejo.
Bien, la rueda estaba en funcionamiento y, como es
natural dado el tema a tratar, los sentimientos se pusieron a la cabeza de
nuestra charla. No sé cómo terminé haciendo referencia a algún aspecto tratado
en uno de los artículos que escribo para mi blog, pero de pronto, al hablar del
proceso de la creación literaria mis chicos anudaron un lazo irrompible
conmigo. No podría medir el abrigo que sentí en ese momento. Todos y cada uno
de ellos guardaban un absoluto silencio que lejos de resultar distante era tan
cálido como el mejor de los abrazos. Era capaz de percibir el brillo de sus
enormes ojos. Y esbozaban una sonrisa de empatía dulcísima. En ese instante, me
desnudé por dentro y les ofrecí alguna pincelada de mis muchos pensamientos
acerca del mundo de las emociones y con ello mi máxima de que esas son y habrán
de ser siempre el verdadero motor del ser humano. Mi voz, mis gestos, mis
palabras no eran los de la profesora, eran los de la mujer. Esa soy yo en todo
lo que hago y por lo tanto esa soy yo también con mis alumnos. No podría
enfrentarlo de ninguna otra manera. Tras ello, enlacé de nuevo con Larra, con Bécquer…,
y traté de que entendieran que al igual que yo y que ellos mismos, nuestros
autores románticos lucharon por trabajarse emocionalmente.
Ese fue uno de mis momentos de felicidad del día y así se
lo hice saber. Inolvidable, yo ya me entiendo, porque compartí un pedazo de
vida con ellos. Para enseñar arte es preciso enseñar a sentir, enseñar a amar,
enseñar a vivir… y juro por lo que más amo que no hay nada que anhele más
intensamente en mi profesión.