Al
parecer,
decía
Bertolt Brecht que “todos querríamos ser buenos,
pero las
circunstancias no nos dejan”.
Pero yo
no.
Yo no
quiero ser buena,
que los buenos me sufren demasiado.
Quisiera
ser acaso justa, ecuánime y honesta
con
los hechos, las gentes que merezcan y, claro está, conmigo.
Y siempre inteligente.
Pero
no más.
Quiero
tener berrinches, si me salgo del quicio de la paciencia
y
después, consecuente, ponerme colorada por haberlo tenido,
aunque
sin sentir culpa.
Quiero
dejar volar las pequeñas maldades que resarcen de los días de rabia
y
guardarle un poquito de rencor a quienes me traicionaron.
Quiero
cantar cuarenta, cincuenta y hasta sesenta en bastos,
si
alguien cruza la línea
y se
bebe de un trago la confianza nunca concedida
o propina
un mordisco a la mano tendida.
Quiero
meter la pata y no darme ni cuenta del traspié.
Quiero
juzgar sin pruebas de puro impulso equívoco y de miedo,
para
obligarme luego a deshacer el paso.
Quiero
decir que no cuando no me apetece
y clavarlo
a la tierra si un sí es condenatorio.
Yo no
quiero ser buena,
¡qué carajo!
Quiero
ser imperfecta,
…y qué
mal disimulo.