¿Qué le pasa a este país
con los funcionarios públicos? Me pregunto por la razón de ese odio exacerbado
hacia un sector de más de tres millones de trabajadores, que en momentos de
bonanza o crisis parece ser la causa de todos los males. Vade retro, Satanás. Naturalmente
la cabeza me da para pensar que tener un puesto fijo con la que está cayendo suscita
celos y envidias. Lo que ya no alcanzo a comprender es cómo personalidades de
la clase política y grandes empresarios se permiten el inmoral lujo de
estigmatizar a un sector -cuyo sueldo medio ronda unos 1700 €, inviables por
cierto para tareas especulativas-, cuando sus salarios son un absoluto
bochorno; y no acaloran ya solo por sus cuantías, sino por cuanto se ven en
numerosos casos duplicados o triplicados como si del reflejo de la sala de los
espejos del parque de atracciones se tratase. ¡Qué bella visión! Sobre todo
cuando sale de la boca de personajes que en la mayoría de los casos fueron
colocados en su puesto con la sutilidad de un dulce movimiento digital y
discutiblemente meritorio. Sí señor: ¡a dedo! Del de toda de la vida, de ese
que suena a política del Antiguo Régimen, pero que se viste de esa respetable
etiqueta de “cargo de confianza”.
Y aunque el proceso de demonización se encuentra siempre
latente en las mentes de muchos, se agudiza escandalosamente con declaraciones
como aquella con la que Joan Rosell, presidente de la CEOE, nos hizo desayunar no
hace mucho: “a los funcionarios es mejor ponerles
un subsidio a que estén consumiendo papel, teléfono…” ¡Con un par!
Palabras, que a pesar del pretendido –e inútil- “matiz” son un insulto directo
con el que se tacha al 13,4% de la población activa de: vago, aprovechado, deshonesto
y, si me apuran, ladrón a mano armada del erario público. Ahí es nada, porque
el ataque al funcionario público se queda extremadamente corto, el alcance
abarca mayor distancia. No es ese el blanco de tales despropósitos, sino la
completa estructura del estado de derecho al afirmar, velada o no tan
veladamente, la ineficacia y escasa rentabilidad de los servicios públicos.
¿Para qué, señor mío, habiendo empresa privada? Esperable de alguien que ha pronunciado
perlas como que la reducción de la jornada laboral a la que hemos asistido
gradualmente no se sostiene, por cuanto se fundamenta en errores como la no
consideración de los costes de producción. Entro en éxtasis solo con leerlo y
pensar que este buen mozo se pasa por el forro más de un siglo de lucha por los
derechos de los trabajadores: ¡vuelva el trabajo a destajo!
En efecto, el
funcionario público se ha dibujado tradicionalmente como un peligroso enemigo
de la empresa privada. Y en un intento a la desesperada por fortalecer a esta,
caiga quien caiga, la guerra está abierta. Aunque lo más curioso e incluso absurdo
es que la debilitación del cuerpo se provoque desde el mismo epicentro: el
propio Estado. Y es que este pierde su razón de ser en el momento en el que,
más allá de sus tareas en materia económica, despoja de oxígeno a su propio
entramado para insuflárselo a la empresa privada. Discúlpenme pero tales actos,
vengan del gobierno que vengan, se me antojan una tapadera de oscuros
intereses, pues nadie es tan tonto como para lanzar piedras contra su propio
tejado. Y no solo eso, poner de patitas en la calle a tales gobernantes serían
causa de despido más que procedente, dada su falta a su deber primordial:
gobernar y gestionar en virtud de su carácter de cargos públicos.
Y es que la figura del
funcionario ha estado teñida por la crítica desde su mismo nacimiento. Ya en
plena Ilustración Cadalso hacía alusión a sus “bostezos”, en el siglo XIX Larra los acusaba de inoperantes en artículos
tan célebres –y literariamente deliciosos- como el “Vuelva usted mañana”; pero del mismo modo, unas décadas después,
Mesonero Romanos o Galdós nos hacían partícipes del tremendo daño originado al
sector por parte los de cambiantes gobiernos: nacía la figura del cesante, es decir, el funcionario muerto
en vida, despojado de sus tareas-que no de su cargo-, cuando no interesaba su
labor.
Sea como sea, el
funcionario público ha sido, es y será servidor del Estado. Lo malo es que tal
concepto suele tomarse en toda la extensión de la palabra. Y resulta
absolutamente demagógico gritar su falta de dedicación y calificar de
privilegio lo que es un merecido y legítimo derecho a ocupar una plaza fija. Trabajadores
entregados y vagos empedernidos hay por doquier, pero no me diga usted que el
funcionario es culpable de los males del mundo, y aún menos si es usted un gobernante
que tal vez llegó a su cargo sin un solo día cotizado a la seguridad social,
que haberlos haylos. No tiene
autoridad moral para ello.
"Perseguiré siempre lo que vuela más allá de mi alcance,
aunque la caída me precipite al infierno más profundo".
Christopher Marlowe, La masacre de París.
¿QUIÉN QUE HA AMADO NO AMÓ A PRIMERA VISTA?
No está en nuestro poder amar u odiar,
pues a nuestra voluntad la invalida el destino.
Cuando dos se desnudan, comienza un largo camino;
deseamos que uno ame, el otro ganará;
Y sentimos especial afección por uno
de los dos lingotes del oro, como a cada cual,
por una razón que nadie sabe; dejemos que baste
lo que a nuestros ojos censurado está.
Cuando ambos deliberan, el amor leve es:
¿Quién que amó siempre no amó a primera vista?
C. MARLOWE
“EL QUE VALE VALE, Y EL QUE NO… ENSEÑA” (Pero no en FINLANDIA)
By María García Baranda - febrero 05, 2013
Nada más llegar esta
mañana a trabajar, dos de los temas de conversación que retumbaban los pasillos
de mi centro educativo eran la situación de crisis político-económica de
nuestro país y el deterioro de nuestro sistema educativo. No son temas novedosos,
ni siquiera sorprendentes, sin embargo hoy ganaban vigencia. El debate de la
primera cuestión se debía a preocupantes y recientes noticias que inundan la
prensa internacional. La segunda a la emisión televisiva de un monográfico
sobre la educación en Finlandia, que el programa Salvados (La Sexta) emitía ayer domingo, 3 de febrero.
Naturalmente, perteneciendo al ámbito docente, me centraré ahora en el segundo
asunto, que por lo que he podido observar es objeto de lamentos y reflexiones
entre profesores, alumnos y padres.
El programa al que
anteriormente he hecho referencia mostraba de manera concisa los rasgos más
caracterizadores del exitoso sistema educativo finés. Los apabullantes datos de
un fracaso escolar casi nulo, inferior al 1%, contrastan duramente con las
cifras del 30%, manejadas en España. ¿A qué se debe tal diferencia? En el país
nórdico la figura del profesor goza de un prestigio –no relacionado con su
nivel salarial- que lo convierte no solo en enseñante sino en educador social.
Con una formación académica de gran exigencia y acceso restringido a los más
brillantes, se convierte en un pilar social. Desarrolla este un método basado en
aprender a pensar, por encima del aprendizaje memorístico, en el seno de un
centro educativo con autonomía de gestión e integrador de los procesos de
enseñanza-aprendizaje de todos los niveles educativos. Tal sistema cuenta además
con dos colaboradores clave: la clase política y las familias. Por su parte, la
política educativa finlandesa se caracteriza por la absoluta gratuidad de la
educación obligatoria, la estabilidad –fruto del consenso político existente-,
y la potenciación de la conciliación familiar y laboral. En cuanto a las
familias, se consideran estas las primeras educadoras –por encima de la
escuela- y tienen como máximas: la disciplina, el esfuerzo, la cultura y la
responsabilidad en la educación de los hijos.
El primer puesto de
Finlandia en cuanto a la calidad de su sistema trae consigo la correspondiente
comparativa entre países. Tal posición se basa en dos aspectos: en la triunfante
inserción en el mundo laboral de sus jóvenes y en los análisis del rendimiento de
estudiantes recogidos en el Informe PISA (Informe del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes o Program
for International Student Assessment),
y que es llevado a cabo por la OCDE (Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económicos). Y aquí surge la discusión sobre si el informe
PISA es un documento suficientemente fiable como para atribuir las primeras
posiciones a países como Finlandia y relegarnos a nosotros a un puesto nada
satisfactorio. Para ser justos, diseñar un sistema comparativo estandarizado y común
a culturas tan diversas, despegándose de los rasgos característicos de estas,
supone no atender a la necesidad básica que todo sistema educativo presenta:
adaptabilidad e integración en el seno de su sociedad. Efectivamente, en el
caso de los estudiantes finlandeses las pruebas de análisis se ajustan en gran
medida al proceso habitual de enseñanza-aprendizaje de sus aulas. Este hecho no
ocurre del mismo modo en el caso de nuestros estudiantes. Las diferencias
metodológicas de ambos sistemas son patentes
y, por tanto, responder a un mismo modo de observación de resultados no resulta
efectivo para tales fines. Sin embargo, a pesar de PISA, lo que resulta innegable es que la educación en Finlandia
funciona,…al menos para los finlandeses, por cuanto el aprendizaje de sus
alumnos desemboca inevitablemente en un rendimiento laboral, cultural y
económico más que saneado.
A la vista de todo ello,
la idea de atraer componentes de su sistema educativo que sustituyan aquello
que aquí no funciona resulta cuanto menos tentadora. ¿Pero sería posible considerando
las mencionadas diferencias culturales –en el sentido antropológico de la
palabra- entre ambas sociedades? Y en tal caso, ¿cuáles podrían insertarse y
cuáles serían inviables? La necesidad de consideración es evidente, porque las
cifras cantan y el abandono de nuestros chicos nos obliga a no volver la cabeza
a tal problema. Los datos sobre el fracaso escolar en nuestro país resultan
alarmantes. Un tercio de nuestros estudiantes no termina la Educación
Secundaria Obligatoria. De aquellos que lo hacen y continúan estudios no obligatorios,
tan solo un 50% accede a la Universidad. Algo está fallando, lo hemos dicho en
miles de ocasiones, pero cabe reflexionar el qué, sus causas y los posibles remedios.
Los factores que han contribuido a alcanzar resultados tan negativos son múltiples:
la carencia de motivación de unos jóvenes que no verán recompensado su esfuerzo
con un brillante futuro laboral; la idea intrínseca de que el éxito se
encuentra asociado a los logros económicos y que no siempre son consecuencia de
una formación esforzada; el pertenecer a una sociedad, en un momento histórico
concreto en el que en poco tiempo nos hemos creído un país fuertemente
enriquecido, cuando esto era solo un espejismo; el retraso evolutivo en el
desarrollo de una denostada cultura, consecuencia aún de un pasado
histórico-político no tan “pasado” y que confiábamos haber dado esquinazo en un
par de décadas; la ausencia de compromiso de la clase política que cree que la
educación es moneda de cambio de sus intereses y que se alimenta por un sistema
obsoleto que fomenta tales actuaciones; la falta de verdadera adaptación a los
tiempos y a las necesidades sociales;… Solo ejemplos, y estoy segura de que hay
muchos más, que han engendrado lo que hoy tenemos en nuestras calles y en
nuestras aulas: en el mejor de los casos el desprecio a la cultura por su falta
de efectividad y funcionalidad.
Por todo ello, resulta
una obviedad casi resignada hablar del menosprecio sufrido por el concepto de
educación y quienes nos dedicamos a ella, en un país en el que incluso nuestro
refranero y fraseología popular contienen expresiones como: “ganas menos que un maestro de escuela” o
“el que vale, vale; y el que no, enseña”…
¿Cómo es posible, pues, salvar nuestra educación si el conjunto de la sociedad
no contribuye? Quizá previamente deberíamos preguntarnos si es posible erradicar
una idea tan profundamente arraigada que ya se ha convertido en pandemia. O acaso
modificar determinados aspectos que minan nuestro progreso educacional y, por
ende, cultural. Compleja labor que supone penetrar en las entrañas del nuestra
sociedad, acudiendo a la raíz del pensamiento de cada uno de los animales
sociales que la conformamos. Así, como el caballo de Troya, sería preciso inocular
en conscientes e inconscientes la siguiente idea: inherente a la evolución
biológica de la especie humana se encuentra su evolución cultural; si bien la
primera se debe a factores genéticos, la segunda es fruto de la imitación y del
aprendizaje, que comienzan en el mismo momento en el que ponemos un pie en el
mundo. Si tales acciones se descuidan, iniciamos un proceso de involución que estigmatizará
al conjunto social al que pertenecemos y
nos separará progresivamente de aquellos que sí velan por tal esencial
cuestión. El efecto dominó resulta inevitable: empobrecimiento de nuestro mundo
laboral y económico, ineficacia de la clase política, fácil manipulación de los
ciudadanos, estancamiento en el crecimiento personal de cada individuo…
¿Puede cambiarse una
sociedad? Podemos pensar que el grupo en el que nos ha tocado vivir es el que
es, y que en el reparto de caracteres nos ha correspondido un puesto
determinado en la selección natural y carrera por la supervivencia del más
fuerte. Pero también podemos pensar que el individuo y sus sociedades tienden a
evolucionar para adaptarse al medio. Como también que el concepto de cultura es
intrínseco al del ser humano individualmente concebido, siendo aquel independiente
del de civilización. Por ello, aunque la sociedad cultural a la que
pertenecemos nos marca e incluso condiciona, no tiene por qué condenarnos. La
responsabilidad con uno mismo pasa por cultivar y enriquecer la mencionada
cultura. Me atrevería incluso a decir que es instintivo, al menos para todo
aquel que pretenda sobrevivir.
Hace ya unos cuantos
años, durante mi etapa de estudiante de Derecho, una de las primeras cuestiones
que me enseñaron fue la diferencia entre los conceptos: autoridad y potestad.
Según el derecho romano, el término autoridad -del latín, auctoritas-, se entiende como una cierta legitimación socialmente
reconocida, procedente del saber y otorgada a una serie de ciudadanos. Así,
ostentará la auctoritas aquél con
la suficiente capacidad moral como para emitir una opinión cualificada sobre un
asunto determinado. Por su parte, el término potestad –del latín, potestas-, se contrapone fuertemente a
aquél, y es entendido como el poder socialmente reconocido, por cuanto es ostentado
por quien tiene capacidad legal para hacer cumplir su decisión. Muchos podían
llegar a alcanzar la potestad. Muchos menos la autoridad.
Sé que los
correspondientes términos modernos se han desdibujado con el tiempo, fruto tanto
de nuestro proceso evolutivo natural, como del de nuestras lenguas. Pero a pesar de ello, tal cuestión se grabó tan
profundamente a fuego en mi mente, que creo acertar si digo que fue el comienzo
de un proceso mental progresivo que me llevó a desmitificar a cuanta figura de
relevancia se cruzaba en mi camino. Acaso sería más precisa si, en lugar de
desmitificación, lo llamara: humanización del mito. Eso no supondría carecer de
la capacidad de admiración hacia el honesto trabajo de otros, pero serían desde
entonces esenciales los términos: admiración
–que no mitificación-, honesto –limpio
en su trayectoria-, y trabajo –despojado
de laureles que no pasen por una constante dedicación-.
Humano resulta poner en
un pedestal a personajes que suscitan nuestra más profunda admiración. Y más
aún, llegar a confundir a quienes gozan de potestad con quienes ostentan autoridad.
Basta con echar un vistazo al engranaje político, económico, social y religioso
que mueve el mundo moderno y en especial a la sociedad occidental. Hemos
montado un teatrillo en el que ensalzamos y loamos, envolvemos de un halo de
poder, a quienes son incapaces de ejercerlo, pero además les regalamos rodeada
de un lazo brillante una buena dosis de autoridad en cualquiera que sea la
materia de la que dicen ser expertos. La consecuencia es un número ingente de
ídolos de barro y vendedores de humo que elevamos a la categoría de mito y que
desemboca en numerosas ocasiones en una notable frustración personal.
No hay mitos en el mundo
real, no nos engañemos. Sí en la literatura, en la leyenda. Hasta las politeístas
sociedades clásicas, cuya cultura se me antoja imposible sin tal figura, sabían
en su fuero interno que esta no traspasaba a lo mundano. Resultaba el bien
necesario para subsistir. Necesitaban creer en ello y con tal propósito lo perfilaban,
del mismo modo que Alonso Quijano creó con absoluta cordura a su don Quijote.
Pero nosotros, estúpidos presuntuosos de las sociedades modernas, nos hemos
tragado la falacia. Mitificamos a cada paso a todo aquél que consigue un mínimo
y discutible logro social, y aún más, económico. Y se nos cae la baba a cada
escalón que asciende en su trayectoria, por más aguas que haga en su labor
esencial: la de ser humano.
Y a pesar de todo esto
me pregunto: ¿tiendo a mitificar? Creo que sí, pero a día de hoy, tengo la
absoluta y tranquila certeza de que pienso en todos aquellos que se preocupan
por crecer interior y humanamente. En aquellos que hoy han conseguido ser
mejores personas que ayer y, sobre todo en quienes, con la más sincera modestia,
saben encontrarse a una distancia infinita
de lo que se supone ser un mito. Quiero a mi lado gente de carne y hueso. Seres,
sabios de lo suyo, que dibujan siempre en su cara una serena y nunca falsa
sonrisa que dice: ¡naaaa, esto no es nada! Y lo saben.