Hay que ser muy valiente y muy inteligente para vivir en la Alegría. Pareciera que el ser humano se maneje con mayor comodidad en la tristeza y en lo melancólico. En ella poco tiene que perderse y cuenta con la ventaja de no suscitar envidias y de recibir supuestas muestras de afecto, aunque estas sean en realidad gestos envueltos en compasión con un regusto a superioridad. Es sencillo conducirse pues atravesando un moderado valle de lágrimas, donde la queja está permitida y el llanto angustiado es comprendido y empatizado. En la Alegría en cambio el hombre tiende a caer en un predecible estado de pánico por perder lo alcanzado, de sentir sus pies deslizándose sobre una cuerda floja de la que precipitarse desde su felicidad. Y a eso hay que sumarle los celos y resquemores ajenos, así como el propio estado de aburrimiento vital al que el necio se entrega cuando parece que todo va como la seda. En definitiva, hay que ser muy valiente entre la dicha, además de contar con una mente brillante y unos ojos despiertos.
He llegado a sentirme sumamente celosa de cada uno de los instantes que componen mi tiempo, de mis momentos íntimos con aquello y con aquellos que me acompañan. Y puedo verme en ocasiones terriblemente enervada ante la más nimia sensación de encontarme rodeada de un escenario que no es el mío, por cuanto no fue elegido por mí. Ni el lugar, ni la hora, ni la presencia de alguno de los seres que en él se hallan. El tono de su voz, la palabra a destiempo, el distendido descaro...
Ya no acudo a lugares a los que no quiero ir, ni paso mis tardes con gentes con las que no quiero estar. No tolero situaciones invasivas por eso que llaman diplomacia, ni me expongo a ocasiones en las que me vea obligada a morderme la lengua cuando lo propio sería ofrecer una merecida dentellada. Así como mantengo mis muros, las fronteras de mi propia vida, altos y firmes, infranqueables, para evitar intento alguno de ser atravesados o incluso amenazados por nadie.
Detectar que mi propio compás, hasta en lo más insignificante, lo marca un elemento extraño e inoportuno, un elemento además altamente evitable es una de las sensaciones más desagradables que hoy encuentro. Y por ese motivo, ha llegado a nacerme de manera espontánea una precisa y constante tendencia a velar por cada una de las decisiones, hasta las más diminutas, que conforman mis días.
Detesto profundamente a quienes juegan al juego de la vida, detesto a los que, incapaces de construir su propio cosmos, entrometen su molesta nariz en otros caldos para sentirlos propios. Pero detesto aún más sentirme cómplice de esos seres, ni alimento de sus apetitos, ni mucho menos alcahueta.
He llegado a sentirme... mía, tan sumamente mía, que ya no hay marcha atrás. Ni quiero darla.
He visto a madres hincar los dientes en el vientre de sus propios hijos y extraerles sus vísceras de un solo y rápido mordisco, para afirmar después, con su aún ensangrentada boca, que por ellos se dejarían sacar los ojos sin dudarlo.
He visto a amantes, que tras mil y una noches amamantados por el pecho de su ser amado, escupían el néctar que hambrientos degustaron con gula y avaricia, para clavar de nuevo su aguijón sucio y pestilente, y tratar de extraer unas últimas gotas de alimento.
He visto a altivos hombres disfrazados de elegancia artificial y enmarcada en blanco y negro, asomarse al espejo y proyectar en él su espantosa carátula, su famélico rictus de soberbia y afilar los colmillos. Aquellos que desgarran al más débil y arrancan a jirones sus constantes vitales, su dignidad, su vida.
He percibido en ellos, en todos ellos, un mismo hedor. Yoyoísmo cargado de inconsistentes razones, inexistentes causas diseñadas ad hoc para aplacar su propia miseria interna. Yoyoísmo engordado a base de atracones de ego desinflado; de envidia de la nada y de todo; de mezquindad de alma…; a saber cada vida. Yoyoísmo, pero siempre con el denominador común de la ignorancia. Yoyoísmo viscoso, pegajoso, contagioso… ,miserable al fin.
Uno, cuando busca la ilusión, cuando
ansía algo insistentemente, una posición, un triunfo, un amor…, vive más de lo
debido. Sí, sí, más de lo que le corresponde. Y no ya en tiempo, no en longevidad, sino en experiencias. Ingiere más de la cuenta y
digiere a duras penas.
Porque si existe un alimento para el alma,
nutritivo, esencial y magnífico, ese es la ilusión, sin duda; Pero de esta también pueden
empacharse los cuerpos. De ilusión porque le digan a uno “te quiero”, de
ilusión por desempeñar el trabajo de tus sueños o por esa vida placentera y
cómoda, ausente de preocupaciones en exceso pesadas. La ilusión provoca hambre
voraz y sed rabiosa. Acelera las decisiones y transforma las manos en avariciosos
instrumentos de acumulación: de amores de poca enjundia, de bienes materiales,
de conocidos de sonoro nombre, de elogios vacuos, de vanidosos logros…
Se paga un caro precio caro por engordar
la ilusión…, la ilusión mal entendida, la que habita en la cara oculta, claro
está. Se vive de más. Emociones prescindibles, confusiones evitables, dolores
de cabeza innecesarios y energías malgastadas.
La ilusión pues, siempre en forma y
equilibrada. Sin límites que la mutilen, pero leal a la certera dirección de nuestro deseo.
Moriré siendo en extremo intensa,
así como nací.
Habiendo sucumbido a la belleza hasta en la más mínima de sus realizaciones;
a la ternura hasta en el gesto más tibio;
a la compasión incluso en la guerra.
Moriré de un ataque de ira, o de celos, o de llanto;
de un ataque de mí misma
y de ese estado de constante ansia y deseo de sentirme amada.
Me desvaneceré en la lealtad más íntima y profunda.
Moriré devorada por la risa del más tenue de los días,
del más inocente de los movimientos, pero excelso a mis ojos;
nutrida por una explosión de felicidad tan estruendosa que
ensordecerá mis oídos a los ruidos ajenos.
Moriré protestando la injusticia,
pidiendo un poco más y reclamando;
apuñalando el vientre de lo obsceno.
Y feliz de saber que lo mucho se disfraza a menudo de muy poco.
Moriré satisfecha.
Moriré mordiendo, hincándole mis dientes a quien quiera probarme;
Me marcharé sintiendo, amando, degustando,
gimiendo y jadeando; amada.
Secándome las lágrimas o afónica de vida.
Moriré revolviéndome en mi tumba,
pronunciando la última palabra,
esa que siempre es mía.
Pero moriré eterna.
Creo que aprendemos a querer a los
demás antes de aprender a querernos a nosotros mismos. Contradictoriamente.
Nocivamente.
Y resulta paradójico que el propio amor
que nos dedicamos es muchas veces el que dinamita nuestros sentimientos por los
demás. Por lo tanto, ¿deberíamos acaso
decir que nos queremos mal? Que nos queremos poco, nos queremos tóxicamente,
nos queremos de forma destructiva…, y ahí herimos. Le clavamos la espada al de
enfrente y una vez que ha caído, hacemos lo propio con un puñal directamente
dirigido a nuestro esternón. Secos. Y durará esto lo que haya que durar…, hasta
que un día, una mañana de lento despertar, abramos los ojos y, si hemos sido
listos, tal vez hayamos comprendido al fin qué es querernos sin abrirnos el
alma en dos.
Los actos de autoamor tienen mil
fórmulas. Son saber decir no o saber pronunciar un “te quiero” limpio y sin trabas.
Son confiar, no temer que te engañen, ni esperar que fallen. Anular el rencor o
profesarlo hasta el fin de los días si es que alguien lo merece. Son no bajar
la guardia con cordura o desnudarse sin frío. Pero son, sobre todo, mirarse al
interior y no llorar. Ni bajar la cabeza. Ni sentirse pequeño ante los otros.
Son gustarse en todo aquello que tememos nos critiquen y echar a quien lo haga,
con cajas destempladas. Son no esconder lo que no es tan supremamente
exquisito, porque seguramente y aunque no lo sepamos, resulte delicioso.
Autoestioma, autoamor… de autos va la cosa. De uno mismo. Por
siempre.
Y deliciosa yo. Para toda la vida.
Donde vi laberintos de intrincados caminos hallé más tarde un sencillo sendero.
Donde vi una espiral frondosa y sin salida, encontré un amplio río de calmado caudal.
Allí donde creí que el caos ganaba se asentó por sí solo un orden natural.
Aquello que pensé como perfecto se transformó a mis ojos en belleza imperfecta. Y me gustó.
La oscuridad en luz. La luz en sueño. El estruendo en melódica música. El defecto en humano rasgo. La traición en elección tan libre como el aire. Las nubes en tormenta y esta en agua que apagara los fuegos que abrasaban mi paz.
Y supe que era yo.
Que eran mis miedos, mi temor y mi pánico.
Mi precipitación, mi sentirme atenazada y mi ceguera.
Mi bloqueo interior y mis cuentas pendientes.
O mi entender a medias que todo, o casi todo, es secundario
… cuando es la vida que pide paso,
... cuando es la vida la que pide luz.
Mi luz. Mi propia luz.
Llega un punto en la vida en el que echas un ojo a tu alrededor y te das cuenta de que no posees los suficientes bienes materiales como para pagar, si fuera preciso, por una vida tranquila y alejada de sobresaltos. No hay sustituto posible para eso a lo que llamamos paz interior, ese estado diario, casi de goteo de hora en hora, en el que puedes afirmar con total precisión que pisas sobre un suelo firme y libre de latigazos. Esa sensación en la que todo a cuanto aspiras, todo cuanto amas del modo más limpio y desinteresado, se encuentra a una distancia inmediata de ti misma. Y no necesitas más. No deseas más que continuar probando pedazos de vida auténtica, plenos de ilusión y creatividad, pero en innegociable paz.
Llega un punto en la vida en que tal carencia habría de costarte la salud, física, psicológica, emocional… Y en el que preservarlo torna en tu lucha en calma más constante. Tal vez porque ya empleaste la totalidad de tus concesiones en vidas anteriores. O quizás por percibir ahora una profunda sensación de desgaste interno. Aunque me gusta pensar también que todo ello se debe al mayor y más exquisito acto de inteligencia que un ser humano puede desarrollar.
Yo le cuento que el amor es a veces inquieto. Que, en ocasiones, en medio del paseo tal vez uno se vea obligado a sortear recuerdos y nostalgias, porqués y sentimientos encallecidos, rabietas cubiertas de un moho espeso, el eco de terrores que un día fueron ciertos, inseguridades en uno mismo. Yo le cuento que el amor ha de saltar por encima de todo ello y a veces uno se tropieza en su obsesión de tener los pies sobre la tierra y no estrellarse.
Yo le cuento todo eso… y él me mira y me explica que no, que en absoluto. Que el Amor es quererme horrores.
Y yo le amo hasta la médula. También por ello. Y bailamos la vida…