El interior de un ser humano se mueve al calor de tres elementos ineludibles: los recuerdos, las acciones y los sueños. No hay más. Ni menos. Ayer, hoy y mañana.
Entre los primeros es sencillo separar los buenos de los malos, un gesto casi instintivo. Y sin embargo, existe peligro de distorsión, de señalar de extraordinarios lo que en verdad son idealizaciones o, al contrario, de tachar de malísimos recuerdos los que en realidad son frutos de algún dolor aún enquistado o no superado del todo. Recuerdos todos ellos al fin y al cabo. Vida.
Las acciones dependen de la cantidad de sangre que circule por las venas de cada uno, eso es un hecho tangible. Hay quien pasaría perfectamente por un cactus sin apenas necesidad de riego y quien parece vivir al doble de las revoluciones del resto. Pero me pregunto por la esencia de dichas acciones. ¿Se llevaron a cabo en conciencia, por verdadera voluntad o convencimiento?, ¿porque no quedó más remedio?, ¿porque toca y yo también quiero?, ¿por mímesis de otros?, ¿por inercia? Saber diferenciarlo es fundamental. Y evitar algunas de esas causas lo es más aún, por cuanto nos hace subsidiarios de una vida de pega o de una vida, tenga los tintes que tenga, de absoluta autenticidad. Y de paso de creadores de recuerdos de calidad.
Los sueños son ya harina de otro costal. Prácticamente omnipresentes, más nos vale. Pobre de quién los vea escasear. Los hay factibles, dudosos, quiméricos. Tal vez la mejor versión de nosotros mismos, la más dulce, emocionada y altruista, hechos aún sin manchar de miedo, vergüenza o decepción. Y los hay que no deberían pertenecer a la categoría de sueños, sino de acciones, tan solo con un poquito de esfuerzo que pusiéramos de nuestra parte.
Recuerdos, acciones y sueños, me hago el propósito de no negar ni renegar de ninguno de ellos: pasado, presente y futuro. No debo hacerlo, pues sería finalmente renegar de mí misma… y, ¿qué sentido tendría pues nada?