DE BUCLES AMATORIOS Y OTRAS HIERBAS
By María García Baranda - mayo 18, 2015
Arranco estas letras con una advertencia inicial: no hay
juicio moral en ellas, ni crítica maquillada de la natural subjetividad que las
sustenta. Son meramente un análisis observacional de cuanto circunda mi espacio
más inmediato y que he de suponer es transferible a otros espacios. Y es tal
observación una tarea inacabada, ciertamente, además de absorbente de un grado
tal de atención, que ha conseguido llevarme incluso a un punto de bloqueo
exasperante. Más de dos meses me ha llevado llegar a hasta este texto. Y no por
no ser capaz de encontrar una vía de expresión, ese es mi medio; sino por
imbuirme en un solo sé que no sé nada que me ha hecho dar
vueltas en espiral y llegar a pensar que no había salida del laberinto. Ni
siquiera ahora sé si he conseguido salir de la duda, pero me sirve de bálsamo
saber, como ya dije, que es esta una tarea inacabada y que como tal me irá
ofreciendo diversos aromas al asunto con el devenir de los días y las
experiencias. Aclarada la cuestión, entro en materia.
Todo parte de una cuestión consistente en averiguar cómo
enfrentar las relaciones sentimentales a partir de, digamos, los treinta.
Supongamos que se llega a esta edad y por circunstancias diversas no se tiene
pareja. Es muy probable que a las espaldas se tengan algunas relaciones
estables que alcanzaron su final. Consecuentemente dejarían estas sus arrugas
en una piel aún no envejecida por el paso del tiempo, pero sí marcada por las
vivencias acumuladas. Y justo aquí, en este punto en este instante, se inicia
un nuevo sendero al que se ha etiquetado como: rehacer tu vida. Y es aquí
cuando llega la madre de todos los corderos: ¿con o sin?, ¿solo o acompañado?,
¿predispuesto o blindado? Elecciones habrá para todos los gustos, pero la que a
mí me trae por la calle de la amargura es aquella que se lanza a relacionarse
sentimentalmente -o no tanto-, con otro individuo.
Desechadas ahora todas las demás variables, centro mi
atención en quienes se deciden por conocer potenciales amores. La búsqueda de
un compañero de viaje es algo intrínseco al ser humano, máxime por cuanto de
animales hay en nosotros, pero dicha tarea puede aparecer en múltiples formas y
colores. Compañero puntual, de medio recorrido, a largo plazo… Dependerá ello
del momento, de las querencias emocionales del individuo y de su estado vital.
Al fin y al cabo, la vida se compone de fases y de ciclos y cada uno de ellos
tiene la importancia suficiente de ser integrante de un progreso evolutivo. Sin
embargo –sí, ya lo siento, apareció el “pero”-, existe una zona de peligro
consistente en quedarse a vivir eternamente en las relaciones superficiales,
que bien podrían ser de legítima naturaleza durante un periodo concreto y bien
acotado, y de durabilidad sin determinar dependiendo de cada caso particular.
Caer en el círculo vicioso de convertirse en monógamo
múltiple es sencillísimo, dado que ¿quién está exento de sucumbir a la
obtención de un placer inmediato carente de complicaciones? Creo que el tiempo
aquí tiene un efecto directo, por cuanto es fácil acostumbrarse a blindarse
sentimentalmente si tal acción es practicada con cierta constancia. ¿Cuándo se
ha superado tal límite? Naturalmente lo desconozco, ni me atrevería siquiera a
señalar referentes temporales, pero sí existen indicios de que se ha
sobrepasado el ciclo cuando no se es capaz de lanzarse a vivir una experiencia
con alguien que reconoces cumple todos los requisititos: te hace sentir bien,
te hace sentir en casa. Sin más, sin menos. ¿La razón? Me pregunto sobre ella
constantemente y casi siempre me contesto a mí misma cuestionándome de nuevo si
no se deberá a una ceguera más o menos consciente -habría que indagar sobre
ello-, que provoca una pérdida de capacidad para implicarse emocionalmente con
otro ser. Cuando alguien entra en el bucle de las relaciones esporádicas
continuas y carentes de un mayor compromiso, ¿lo convierte en una dinámica de
vida?, ¿puede este llegar a perder esa citada capacidad y/o las ganas de
implicarse en algo más?
Descubrir a alguien recién llegado a tu vida que te
despierta nuevos instintos y emociones es indiscutiblemente un deleite para los
sentidos. Se entra entonces en el llamado estado de limerencia donde la
obtención inmediata del placer parece cubrir todas las necesidades acumuladas.
Tiene además la ventaja de hallarse aún limpio de problemáticas y
complicaciones mentales. Es idílico. Pero como todo lo que sube tiene dos
caminos, bajar de sopetón o elevarse un piso más, llega ahí el momento de
elegir si dar marcha atrás o continuar la marcha. Quedarse solo con la
sensación de los inicios placenteros o arriesgarse a esa pavorosa y kamikaze
acción consistente en enamorarse. Naturalmente quien me conozca un poquito sabe
que tales adjetivos son irónicos al ciento cincuenta por cien.
Llego a pensar que ciertamente hay quien se queda a
vivir, como ya mencioné, en un estado perpetuo de rechazo al enamoramiento. Sé
que suena a escepticismo, que puede tener incluso tintes de pérdida de fe en la
capacidad amatoria del ser humano, pero es que el panorama me da demasiadas
muestras de ello y esta que está aquí empieza a creérselo. Cotejo dicha
opinión, no obstante, con otras. Un amigo me dice: ¡Vamos, María, todo el mundo
quiere enamorarse! Pero es que no acabo de convencerme del todo de ello. Y
matizo: posiblemente la inmensa mayoría de la gente querría verse en ese
estado, pero extrayendo de él únicamente su esencia más pura. Sentirse algo
bobo, sonreír todo el rato, pensar constantemente en el otro, deseo imparable y
constante…, mariposas en el estómago, ¡idílico! Pero para llegar a dicho punto
hay que recorrer un camino que comienza con la inevitable fase de
predisposición, ácidamente aderezada con una voluntad de pérdida de
individualismo, eso que inexplicablemente llaman libertad. Y es ahí justamente,
cuando llego a la conclusión de que no todo el mundo quiere enamorarse. El
verbo querer –“volo” en latín- conlleva voluntad y si no hay voluntad no hay
tal querencia. ¡Yo también quiero me toque la lotería, pero si no compro el
décimo, mal vamos! Luego, lo siento en el alma, pero no. Ir a por algo es
lanzarse a por ello como un tren de mercancías, caiga quien caiga y a pesar de
todo. No valen las medias tintas, ni esconderse en los miedos. No sirven las
cicatrices pasadas como escudo, ni buscarse un sillón confortable en el que
acomodarse. Ir a por ello es desnudarse de todo pasado, salvo de aquello que
nos enseñó una lección de la manera más constructiva. De no haberse realizado
el ejercicio en tal forma, el resultado será inconcluso e inservible, tan solo
un parche que cubre las apariencias de un mal sangrante. Y es que, de nuevo, el
refranero es sabio: querer es poder.