Somos
seres de costumbres, habitantes de zonas conocidas y cómodas, individuos
seguros en un hábitat parcelado por nuestro propio control. La búsqueda de un
horizonte reconocible y de la certeza de adivinar qué va a suceder mañana nos
sirve de bálsamo ante la incertidumbre que de forma intrínseca trae la propia
existencia consigo. Y ante la necesidad de comernos una porción de
espontaneidad y de aventura, incluso ahí, esperamos ser nosotros mismos quienes
vayamos a por ella; cuándo, cómo y dónde son detalles que ya elegiremos desde
la seguridad que aporta la idea de estar manejando el cotarro. Pero la vida
cambia, y demasiadas veces de un día para otro. Y el escenario que nos envuelve
se desmiga en astillas por más que caminemos de puntillas. La sensación de ahogo
a causa de una guerra ha de empezar ahí, sospecho.
Pero
solo sospecho, no imagino la guerra. Brotará con el nudo de desamparo que
cierra la garganta, hinchando los pulmones de un desarraigo sin fecha de curación.
Al llenar la maleta, apenas sin pensar en su significado, con cuatro prendas y
un par de fotos. Al apagar la luz para evitar ser vistos y no mirar atrás para
no echar de menos la puerta que se cierra. Al contener las lágrimas hasta
dentro de un rato; de dos días; de un mes. Se acabaron los paisajes propios, el
plan para mañana y el saber que, quizás y con suerte, un poco de esa vida
dependerá de ti. El sentirse seguro en la costumbre, el elegir la tarde, la
mañana, la noche.
El
miedo que te habita cuando estalla una guerra habrá de entrar de un golpe, nacerá
derribando la puerta del hogar, e insolente, ocupará la casa, la cocina, la
sala… hasta que tú te marches a caminar el polvo de lugares no andados, de
caras sin sus nombre y costumbres de otros; de lenguas no sentidas, despertares
extraños y paredes desnudas. A abandonar el todo con destino a la nada. Conjeturo
y supongo.
El
resto, la verdadera asfixia que provoca el terror de perder a los tuyos y ser aniquilado
ha de llegar sin tiempo ni tregua, desplazando sin ruido cualquier otra emoción
que la del mismo horror de no poder hablarle a la muerte a la cara. Y esa…, esa
no la imagino ni por lo más remoto.