De mi viaje a Ítaca aprendí a observar los días de uno en uno, a poner la mirada en Oriente cuando emergen las primeras luces y a descansar mi vista en la oscuridad buscando la sensación de degustar de nuevo lo vivido. Aprendí que cada jornada cuenta como una vida entera, que apuntar mucho más allá puede envenenar el alma y cegarnos a la belleza del paisaje inmediato. Que la reflexión, en todo caso, ha de afrontarse para sacarle el aroma a las experiencias vividas y no a la meta, pues esta carece de valor si no se ha disfrutado del camino y el trayecto no alimenta el alma.
De mi viaje a Ítaca aprendí a paladear la vida, mi vida, de otro modo. Tanto que sin apenas darme cuenta, esta va avanzando constante, plagada de experiencias y emociones diversas sin que nada más importe. Y no es hasta echar la vista atrás, con el deliberado propósito de hacer un recuento, que soy consciente de cuánto es que vivido, cuáles las metas alcanzadas, los pasos firmemente dados, las pérdidas padecidas, los sueños dibujados…
De mi viaje a Ítaca aprendí a reconocer la faz de mi enemigo más eterno, despiadado Lestrigón siempre dispuesto a devorarme las entrañas y a quien combatir desde mi propio interior. A saber que ronda mi casa cuando cae la noche y que he de estar alerta y preparada. Y a entender que nadie más que yo podré salvarme del peligro del gigante.
Mi viaje a Ítaca me trae hoy, hoy que queda poco más de un día para que este ciclo de calendario se cierre, la capacidad de asombro ante la visión del extenso trayecto que en él he recorrido. Que en efecto apenas fui consciente hasta hacer el esfuerzo de contabilizarlo. Que logré recorrerlo recreándome en la travesía y no en el destino; y que fue así, precisamente, cuando este se puso de mi lado, para regalarme lo que quizás nunca antes ningún otro ciclo de mi vida puso entre mis manos. Fructífera recompensa y germen de futuros e inacabables viajes.
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Ítaca, C. Kavafis
Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.
Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes sensuales,
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.
Ten siempre a Ítaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Ítaca te enriquezca.
Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.