He estado un poco mosca últimamente por el hecho de que
mis irracionales ganas de sentarme a escribir no me invadieran como antes,
independientemente de la hora del día o de la noche que fuese. Aún más grave me
parecía no saber sobre qué hacerlo. Me planteé que se me habían agotado los
temas de reflexión o incluso la necesidad de captar sensaciones que fotografiar
en mi piel hasta fijar sobre el papel. Entré en pánico y me dije: “me he pasado
de vueltas y soy incapaz de sacar conclusiones ante los sentires cotidianos”.
Ya está: finito, caput.
Casi dos meses después de que tal confusión se apoderara
de mi sentido común, ha sido hoy mismo cuando he llegado a la conclusión de que
no eran mis ganas las agotadas, ni mis capacidades sensitiva y expresiva, sino
las experiencias vitales a poner bajo el microscopio. Había quemado un periodo
que comenzó con ideas descabezadas, seguidas por el caos y hasta el regodeo en
tendencias destructivas, pero que afortunadamente culminó con el más rotundo y
delirante emerger hasta alcanzar -creo- la mejor versión de mí misma, al menos
por ahora. Etapa terminada, devorada por la imperiosa necesidad de dejar nacer
otra nueva, fresca y nutrida por el aprendizaje de lo pasado.
En efecto, con absoluta inconsciencia me iba concediendo
un tiempo de vacaciones de cuerpo y alma. Como mencionaba en mis últimas
letras, me dejé ir con la marea y di carpetazo a la idea obsesiva de no
escribir. Supe tan solo que necesitaba respirar y así lo hice. Observé mis
pupilas y su brillo en el espejo, cada mechón de mi pelo, los gestos de mis
manos, la tesitura de mi voz… ¡Me entregué a vivir, al fin, que no es poco! En
completa libertad, dando un manotazo a los pensamientos y acariciando las
sensaciones.
La
cosa tiene gracia; y lógica, además. Para escribir es necesario vivir y sentir,
masticar y digerir, recapacitar y aprender. Las letras son un ser vivo con
cuerpo y corazón, modelado en el pasar de los días. Arde con violencia, late
apresuradamente, se extenúa hasta rozar la muerte en sus márgenes y renace al
instante. Es un amante de perfectos movimientos y mirada penetrante, que bien
podría encarnarse en el ser deseado o en el pasional torrente que llevamos
dentro. O mejor aún, en ambos a un mismo tiempo. Hay que acariciarlo y darle de
comer las viandas más exquisitas, besarlo con desenfreno y dejarle descansar. Y
él solo, instintiva e inevitablemente, enredará sus piernas alrededor de tu
cuerpo de por vida.
Por lo tanto, me digo que de momento seguiré dedicándome
con esmero a mí misma y siéndole fiel únicamente a la autenticidad, recopilando
el material suficiente que me haga buscar con deleite la belleza de cada
palabra. Quiero más, ahora que me encuentro plenamente satisfecha y llena con
mi vida. Y me prometo a mí misma acudir a mis letras ante cada nuevo estímulo,
pero eso sí, sin presiones. ¡Palabra!
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