¿Y
por qué no cantar a los amores muertos?
A
las cenizas de un voraz incendio que me quemó los pies.
Nunca
me hiciste meritoria de tus versos.
No
habrían sido un bálsamo, ni siquiera un placebo, sino más bien un trofeo de
guerra. Una instantánea que incluir en el álbum de recuerdos de una vida.
Retrato en sepia que revelase el corte tras morderme la boca a dentelladas y
sangrarme con fugaces placeres.
De
un golpe seco me traspasaste el vientre con tu espada. Al extraerla, caliente y
húmeda, y empapada en mi sangre, despertaste mi instinto de un letargo forzoso.
Me
derribaste y vaciaste mi cuerpo en la caída, para llenarlo más tarde a fuego
lento y avivado por tiempos de silencio.
Me
devoró un hambre insaciable de encuentros estratégicamente programados, destinados
a despojar las noches del más mínimo resquicio de ternura. Varios pasos al
frente, tantos más recorridos a tu espalda. Hambre voraz, confieso, que al
momento de ser saciada (im)previsiblemente me hacía sentir, si cabe, más
hambrienta.
No
fui nunca meritoria de tus versos. Ni una letra erigida en rendida bandera
limpia de conveniencias, quemada en el proceso, rasgada en el intento.
0 comentarios