Existe en nuestro léxico un término de habitual presencia,
cuyo uso práctico me tiene un tanto desconcertada. Se trata del verbo “humillar”. Procede este del latín,
“humiliare”; y este a su vez de “humilis”,
humilde; y de “humus”, tierra. En efecto: “humus”, tierra, suelo; Y es que “humillar” es hacer que uno se postre o
se arrastre precisamente por el suelo para obligarle a reconocer su bajeza ante
otro, rebajando así su dignidad. Todos conocemos su significado, por cuanto todos
nos hemos sentido humillados en determinadas ocasiones y habremos sido también causa
de ello, me temo. Lo que me tiene loca es la amplísima diversidad de afectaciones
e intensidades existentes entre lo que nos hace sentirnos humillados y lo que
no. Y es que cada uno es de su padre y de su madre, eso desde luego, y lo que a
uno puede parecerle una burla intolerable a otro bien pudiera resultarle un
gesto únicamente molesto. Cuento con ello. Pero independientemente de la escala
de valores de cada uno y de lo fina que sea su piel, me llama poderosamente la
atención el hecho de que nos rasguemos las vestiduras ante determinados daños y
dejemos pasar de largo gravísimas afrentas
que realmente suponen una deshonra.
Un niño comienza a relacionarse con otros niños. Va al colegio, juega
en el parque, hace amigos. De pronto un día otro niño le pega una patada. O le
insulta. O se queda con uno de sus juguetes. Naturalmente el pequeño se
disgusta. Tal vez muestra enfado, tal vez pena, quizás vergüenza. Desde luego que
no sabe aún -por fortuna- lo que es sentirse humillado, pero lo que sí sabe es
que siente una emoción negativa. No le gusta. Y de un modo u otro se rebela y
su reacción será manifestada.
Un individuo descubre que su pareja le es infiel. Siente un
fuerte dolor. Tristeza, decepción, desconcierto, traición…, y paralelamente un
grado de vergüenza tendente a la humillación. Ninguneado y despreciado, y en
muchas ocasiones ese sentir es más poderoso que el propio dolor por el engaño.
Alguien se halla a la espera de un merecido reconocimiento
laboral, ascenso, mejora de condiciones o simplemente una palmadita en la
espalda que corresponda a una buena dedicación y a óptimos resultados…, pero
justo cuando parece que está a punto de llegar, ¡zas! No se da, sino que su
lugarse reciben más exigencias, poca gratitud y para más inri es otro quien
obtienela satisfacción. ¿Sentimiento? Humillación. Mejor o peor gestionada,
pero afrenta. Menoscabo, vejación, ofensa.
Sin entrar en matices, seguramente los ejemplos anteriores fácilmente
nos generan cierta dosis de comprensión y de empatía. Podemos entender cómo
tales experiencias pueden hacernos sentir humillados y muy posiblemente
aplaudamos el consiguiente derecho al pataleo, la protesta y el que nos
enfrentemos al contrario en defensa propia. Pero como dije al inicio: ¿por qué
no aplicamos el mismo rasero a todas las facetas de nuestra existencia?, ¿cómo
es posible que seamos capaces de montar una guerra mundial por cuestiones como
las arriba expuestas y no sintamos el ardor de la verdadera humillación en lo
que respecta a nuestra faceta pública como ciudadanos? Se me escapa del
entendimiento. Absolutamente. Nos sentimos humillados por la faena de un amigo,
por una mala contestación, por la antipatía de un dependiente y hasta por una
discrepancia en la reunión de la comunidad de vecinos, y no sentimos
humillación -o al menos no la manifestamos- cuando quienes manejan el cotarro
del sistema del que formamos parte nos exprimen, se lucran y como postre nos
llaman tontos del haba y se ríen en nuestra jeta. No nos explotan las entrañas.
El país que habitamos se gobierna mediante un sistema de
democracia parlamentaria. Esta se sustenta en el principio de separación de
poderes: ejecutivo, legislativo y judicial. Y nos consta que, por un lado, ni
tal separación se lleva a cabo, ni la labor del ejecutivo ha sido limpia en
ninguno de los cuarenta y cuatro años de edad que ha cumplido desde que murió
el dictador. Antes de eso, ya ni hablamos. De igual modo, tenemos la certeza -y
el que no la tenga es porque realmente es de cerebro limitado o un cómodo de
órdago- de que tras los equipos de gobierno existe una trama perfectamente
articulada en torno a tres puntos. El primero consiste en basar la gestión
económica del país en la aplicación de un sistema que permita no solo no tener
que justificar con detalle los gastos de cada acción de gobierno, sino también el embolsarse
los excedentes -en gran parte de las ocasiones, mayores que el precio de tal
acción-. La ley lo permite. El segundo estriba en la posibilidad de que tales
acciones de gobierno conlleven tratos con empresas e individuos amigos; esto
es, favoreciendo al conocido -en el mejor de los casos y siempre a cambio de
algo- o interactuando con empresas que más adelante habrán de devolver el favor
en formas muy diversas, véase, puestos en consejos de administración. De nuevo
la ley lo permite. El tercer pie de este banco se dibuja en forma de inmunidad
e inviolabilidad, que si bien no se recoge en el derecho constitucional, se da
de facto. Y por si acaso, ciertos sectores de la judicatura así lo procuran. Parecieran
situarse más allá del bien y del mal. Parecieran tener carta blanca para hacer,
decidir, cambiar, beneficiar, rehacer, anular… todo cuando les beneficie. Y si
en algún momento el pastel se descubre, si en algún momento sale a la palestra
el chico malo, rara vez ocurre algo; y cuando ocurre, tengamos en cuenta que
tiene tintes de sacrificio público en pos de salvar el culo a algo o a alguien
más gordo. Todo este tenderete, señores míos, resulta humillante, en efecto. ¿O
todavía no os lo parece?
Porque cuando un día
normal llegamos a casa, abrimos el buzón y sacamos una carta, cuando esa carta
contiene un recibo de la luz con un precio obsceno y desorbitado, ese día nos
están humillando abierta y deliberadamente. Se están riendo de nosotros al
obligarnos a contratar a una empresa de las que el gobierno tiene en
cartera. Nos están sometiendo a un pago cuya utilidad real es costear su futuro
y astronómico sueldo en dicha compañía energética. Y se están descojonando en
nuestra cara porque eso se hace tras vendernos la moto de que van a velar
por nuestros intereses, gestionar
adecuadamente nuestro dinero –que para eso los hemos puesto ahí- y jurarnos y
perjurarnos que apuestan por la mejor oferta para la ciudadanía. Y nos dejamos.
Porque cuando estamos paseando y atravesamos una calle en obras,
cuando observamos las aceras levantadas y la quincuagésima remodelación de la misma
esquina de la ciudad, están metiendo la mano directamente en nuestra cartera
para cobrar cien veces más de lo que cuesta esa obra de infladísimo precio y,
por cierto, no necesaria. Obra sacada a concurso con unas bases muy bien
perfiladas en las que solo falta la foto del amigo a quien se le adjudicará esa
tarea creada a la carta. Con el jugoso excedente ya sabrán ellos qué hacer. ¿Y nosotros? Nosotros les abrimos la
cremallera de esa cartera para que puedan coger cuanto precisen más a gusto y
de paso les invitamos a que nos humillen un poquito más, máxime cuando
aplaudimos al oírles decir cuánto bien están haciendo por nosotros y cuán
bonita nos tienen la ciudad.
Porque cuando ojeamos el periódico mientras tomamos el café de
la mañana y leemos otra más de los cientos de noticias que sacan a la luz un
caso de corrupción, cuando un dirigente declara que son un par o dos las ovejas
descarriadas a los que ellos –tranquilos todos- apartan sin compasión, cuando
los sinvergüenzas llenan su boca echándole la culpa al empedrado o acusando de
sinsentidos o falsedades a otros para crear una cortina de humo que tape sus
delitos e inmoralidades, cuando los mismos –unos y otros- se suben a un estrado
a dar un mitin y pronuncian sus cuatro frases aprendidas a sabiendas de que
tienen ya todo el pescado vendido…, entonces, otra vez, nos están humillando. Nosotros
impertérritos.
Permitir tanta humillación, tanto a nuestra costa, se escapa a
mi sentido común que, como me recuerdan siempre, es en efecto el menos común de
los sentidos; lo sé. ¿No duele?, ¿no crispa el honor o la dignidad de cada uno?
Querría pensar que sí. Hasta que como guinda de la tarta escucho a algunos
decir que a ellos no les importa que les roben mientras sean los que ya conocen.
Y me pregunto qué es lo que provoca que nos sintamos tan ofendidos con gestos
vacuos, símbolos, palabras sin recorrido o gestos sin alcance, y en cambio no
nos revolvamos ante hechos que nos parten la vida en dos. Me pregunto si se
trata de la fuerza de la costumbre, de un estado de letargo en el que estamos estancados
o de falta de entendimiento. Y la única, aunque incompletísima y desdibujada, respuesta que me viene a la mente es la que surge de la mezcla de tres
factores. Uno: nos sentimos realmente afectados únicamente por aquellas
cuestiones que nos tocan directamente; lo que no roza nos resbala en un
absoluto ejercicio de insolidaridad, egoísmo y falta de humanidad. Dos: nuestro
honor depende directamente de los beneficios y daños que obtengamos y
padezcamos; esto es, tiene un precio. Tres: hemos asumido que hay seres con
licencia para hacer lo que les venga en gana, que las cosas siempre ha sido así
y han de seguir siendo así; y con ello hemos olvidado que la soberanía es y ha de
ser nuestra. Y si no hay que ir a por ella, a recuperarla, lo que, por cierto,
es el verdadero patriotismo. Tres factores destilados en un único principio: padecemos
de humillación selectiva.
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