Acabo
de terminar la primera temporada de la serie Los Bridgerton (Netflix).
Se comentó aquí y allá, y curioseé en ella. Me topé con la adaptación televisiva
de la saga de novelas homónimas escritas por Julia Quinn y, con ello, con el
tópico más perfecto de novela romántica -en el sentido actual del término-, muy
al estilo de Danielle Steel, Megan Maxwell o… Corín Tellado. Versión histórica,
eso sí, si es que tal híbrido existiera como género. Fast food
-permitidme el innecesario anglicismo- de la literatura. Producto en absoluto
bueno, pero tal vez sí bonito al ojo y no sé si barato, pero sin duda rentable.
Y desde luego de fabricación desenfrenada, para llenar estómagos hambrientos de
historias huecas y simplonas a una velocidad mayor de lo que estos demandan ser
alimentados, sin perjuicio además del consiguiente trastorno en la salud. Muy
al gusto del omnipresente sistema neoliberal.
Pero
independientemente del hecho de que este tipo de productos de tan escasa
calidad se venda como churros en una tarde de romería, lo que me trae hoy al papel
es la reflexión de lo mucho, y ya dilatado en el tiempo, que sigue cautivando
el concepto más casposo del amor. Si estas novelas triunfan -y su esencia lleva
siglos triunfando, de hecho-, es ni más ni menos, porque la gran mayoría de la
población se sigue tragando el concepto del amor romántico, esta vez ya sí, en
el sentido literal del mismo: si hay que dejarse la piel, la salud y el amor
propio en tener pareja, se hace. Caiga lo que caiga y cueste lo que cueste. Y
aquí estamos, creyendo a pies juntillas que los amores y las relaciones hacen
sufrir -que no reír-; se pelean -que no se trabajan-; se celan -que no se
confían-; se lloran -que no se desechan-. Y es que vivir de a uno y no tener
pareja ni familia está mal visto y la idea la llevamos tatuada a fuego en el
cuerpo. Más allá del impulso y la necesidad natural del ser humano de compartirse
y amar, es un estado fomentado desde tiempos inmemoriales, por cuanto
contribuía a la construcción de la familia como agrupación social primera y de
los propios movimientos de población y repoblación. Ya como la muestra de lo
que no conviene, para animar a las uniones meramente procreadoras y productoras;
ya como imagen de la obsesión por no quedarse solo y pagar el precio necesario
por vivir acompañados… y del mismo modo terminar procreando y produciendo.
Hago
memoria y encuentro amor doliente y sangrante, sufriente y sufrido… desde ya no
recuerdo ni qué siglo. Brönte, Tolstoi, Bécquer y Byron. Y Zorrilla, Lope,
Cervantes, de San Pedro… Y por más que los
diferentes sistemas se hayan ocupado de engrasar la maquinaria con sumo
cuidado, el individuo se ha encargado de devorar la idea y hacerla suya. De eso
se trataba y… funcionó. Pero ¿por qué? Pues porque en el ser, ávido por creer
que los finales felices de las historias tormentosas valen oro, que los amores
que cuestan sangre, sudor y lágrimas son los más puros, y que todo vale en este
juego nuestro del quererse…, habita una absoluta incapacidad de generar y
digerir emociones sanas. De aceptar que equis persona no es para uno. De
olvidar que hay que ser curadores y sanadores de almas para recibir el premio del
amor. De asumir que alguien te rechaza sin pensar que hay más razones que la
del propio no. De entender que el “yoyoísmo”, ese ego engordado en la enfermiza
necesidad que el otro te adore con devota sumisión, denota una absoluta
incapacidad de amar. Así que es más fácil creer que el amor lo vence todo, redime
almas, suaviza faltas y tapa agujeros en el espíritu y que ya vendrá la
recompensa final. En lugar de pararse a analizar qué carajo se hace mal y cuán
egoísta se puede llegar a ser. Y de paso, en qué es realmente el amor. Mientras
tanto…, la inmensa mayoría seguirá esperando que doble su esquina la silueta del
cariñoso empotrador príncipe azul o de la buenorra y sexualmente desinhibida
princesa. Y en la espera, amenizarán las horas con la segunda temporada de Los
Bridgerton… creyendo que la vida es eso.
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