Toda
mi vida adulta -y no tan adulta- he defendido eso de que información es poder.
Buscando y rebuscando bajo las alfombras, abriendo armarios, especulando –a veces
enfermiza– y metiendo la pata de cuando en cuando en mis pesquisas, tirando de
hilos interminables… Todo para tratar de tener siempre todas las cartas sobre
la mesa antes de decidir y dar un nuevo paso, antes de juzgar, antes de
reaccionar, antes incluso de… sentir. “Saber todo cuanto hay ahí afuera me
librará de golpes, me aliviará de impactos insospechados”, me decía. Sin darme
cuenta de que saber tal vez sí ahorra sustos y desengaños, pero no es en
absoluto gratis.
“Vive
más feliz el necio”, afirman. Eso es una obviedad que a pocos se les escapa. Pero
pocos son también los conscientes de los cimientos en los que se asienta esa
pertinaz conducta. Porque el afán constante -que nunca habrá de ser satisfecho-
de querer saber no indica más que la necesidad de control de quien se sabe de
barro y ve cómo se deshacen sus pies a cada paso. La inseguridad de quienes vieron
cómo se les destrozaba el corazón ante lo inesperado en un intento de tapar con
las yemas de los dedos las espitas de achique de un barco que se inundaba. Y hoy…
tratan de nadar en tierra firme.
Aunque
no es eso lo peor. De poco importa asumir que jamás podremos saber si el resto
del mundo nos está fallando, si alberga pensamientos que no nos gustaría oír,
sentimientos prohibidos o si mientras nos entregamos en cuerpo y alma al otro,
este tiene el freno de mano echado. Ese aspecto es admisible tragando un poco
de saliva en el gesto. Lo realmente duro es lo carísimo que resulta ese
insaciable apetito de querer saber todo cuanto se cuece fuera de nuestro radio
de alcance, cuando aquel es satisfecho. Porque cuando averiguamos, conocemos… aterrizamos,
cuando somos partícipes de otras realidades, entonces ese saber trae consigo respuestas
que a menudo hieren más, mucho más, que el desconocimiento. Nos alejan de la realidad
que nuestra mente había diseñado y nos aloja en un espacio aterrador y cruel;
ese lugar en el que se cruzan los pensamientos que nos recuerdan que mientras sentíamos,
decíamos y actuábamos de un modo concreto, en la otra orilla sentían, decían o
actuaban de un modo incompatible al nuestro. Y entonces…, ¡ay, entonces!... nos
sentimos enormemente estúpidos e ingenuos.
Querer
saber nos arranca inocencias, altruismos, fes y generosidades… Ese es su precio
por llevarnos a habitar tierras hostiles de las que jamás regresamos, a cambio de otorgarnos en don de la vista.
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