“La
guerra no se gana con la victoria”. Frederick, espíritu de Ernest Hemingway
en Adiós a las armas, resultaba determinante. Afirmaba con la rotundidad
de quien se sabe derrotado por el mero hecho de luchar en una guerra. No
importará la victoria o la derrota bélica, será un ser vencido desde el
principio por aquellos que desde fuera mueven las fichas de la partida,
inoculando a sus títeres el sentimiento de no tener otra opción que la de morir
matando y el pavoroso temor a las represalias si no lo hacen. Pero quizás
Hemingway, como su personaje, tuvo que vivir una guerra desde dentro para
entender aquello de que la peor paz es siempre preferible a la mejor de las
guerras.
¿Pensamos
en tiempos de paz de manera diferente a como lo hacemos en tiempos de guerra?
Aquello de que las guerras solo generan desastre, de que solo las ganan quienes
las generan o de que son constructos diseñados para que algunos se enriquezcan con
las muertes de otros…, todo este pensamiento analítico y crítico, antibelicista,
civilizado y evolucionado se desvanece en cuestión de segundos cuando la
primera bomba estalla. O más aún, cuando se nos cuenta que la primera bomba
puede estallar. Ahí, incluso antes de formular el pensamiento completo, y desde
el sillón en el que reposamos nuestra caliente cabeza, brota de nuestra boca el
más vasto vocabulario cubierto de sangre. Con qué facilidad. ¿Habla entonces el
miedo?, ¿el ser animal que nos habita? Posiblemente sí, pero ojalá se debiera principalmente
a un impulso momentáneo y visceral de ausencia de racionalidad.
Por
regla general nos resulta difícil observar cuanto nos acontece con perspectiva completa,
eso es un hecho. Alejarnos del que creemos epicentro del asunto y observar el
cuadro de conjunto atendiendo a todos sus componentes, causas, consecuencias y
agentes que lo provocan. Y si se trata de un acontecimiento de la magnitud de
una guerra es aún más complejo. En cierto modo es entendible. Accedemos, en el
mejor de los casos, a una diezmada información de los acontecimientos y cuando
esta nos llega aparece cuidadosa y maquiavélicamente maquillada desde varios
flancos. Pero, sobre todo, son ya muchos los siglos que hace que quienes manejan
la historia descubrieron aquello de que acudir a nuestras emociones para modificar
nuestra conducta y pensamiento resulta plenamente exitoso. Así que, opinar
sobre la Guerra en Ucrania -sin dejar el más mínimo paso a la duda y, repito,
desde el sillón en el que dejamos descansar nuestra sobresaturada cabecita-, y sobre
la indiscutible necesidad de enviar armas desde España u otros países no es una
excepción. Nacen los discursos a favor, ya beligerantes también en las formas,
desde la más profunda emotividad cuidadosamente cocinada por quienes nos impulsan
a formular una aparente opinión de una decisión ya tomada mucho tiempo atrás. Nadie
que tenga un mínimo de humanidad se plantearía dejar en la estacada a quien
está siendo aterrorizado, expulsado de su casa, despojado de su vida, asesinado,
masacrado. Todos acudiríamos en ayuda del más débil, ¿no es así? Yo desde luego
sí. Pues ya está hecho. Conseguido. Ya tenemos dentro la suficiente carga de
compasión y pena, como para no ver el bosque más allá de los primeros árboles. Un
bosque repleto de preguntas que de forma obligada todos deberíamos hacernos y
con la misma responsabilidad humana deberíamos esforzarnos por responder antes
de emitir un juicio, si es que de veras pretendemos ayudar a quienes más están
sufriendo: qué beneficios traerá para Ucrania el envío de armas desde el exterior;
qué riesgos tiene para la población la llegada de esas armas; qué consecuencias
trae consigo su libre circulación; quién se beneficia de que la contienda
continúe; qué cambios se generarán o no en el desenlace del conflicto; qué otras
acciones se pueden o no poner en marcha para evitar más muertes; qué medidas
diplomáticas se han puesto en funcionamiento desde los países de la Unión
Europea o desde la OTAN para contribuir al fin de la guerra; qué medidas no se
han tomado a pesar de ser factibles y por qué no se han tomado; qué intereses
se preservan cuando se toman equis medidas de asfixia económica contra el
agresor y no otras… La búsqueda de información y el intento, al menos, de
respuesta a estas preguntas debería ser un ejercicio obligado y de responsabilidad
moral antes de permitirnos el lujo de gritar a los cuatro vientos “¡más madera,
es la guerra!”, y de rociar con alcohol un fuego en el que serán otros los
primeros en quemarse. Y del mismo modo, sería un ejercicio de absoluto respeto
a las víctimas procurar no pronunciar argumentos basados en lugares comunes y,
curiosamente, emitidos desde las tribunas de poder: “No enviar armas es dejar sola
a Ucrania”; “Putin es un loco y con un psicópata no se puede negociar”; “El
envío de armas es la única solución posible”; “Otro tipo de medidas no
belicistas no servirían”... Soflamas que nos penetran con pasmosa facilidad, que
provocan que demos sin pensar nuestro visto bueno a determinadas acciones que,
de reflexionarlas, seguramente reprobaríamos. Y, sobre todo, pensamientos que evitan
que nos hagamos las preguntas a las que me he referido antes, porque nos llevarían
inevitablemente a la exigencia de las acciones correspondientes por parte de la
comunidad internacional. ¿Por qué la OTAN niega a Ucrania la creación de una
zona de exclusión aérea y detiene así con ello el ataque de aviones y misiles rusos?,
¿por qué la Unión Europea no impone sanciones económicas más duras a Rusia y
consigue de ese modo ahogar su financiación armamentística?, ¿por qué en dichas
sanciones económicas la Unión Europea no ha incluido el lucrativo negocio del
comercio de diamantes con Rusia?, ¿por qué ningún país de la OTAN se ha
ofrecido a sentarse como mediador en las mesas de negociación diplomática con
el fin de exigir corredores humanitarios para evacuar a las víctimas o incluso
el fin del conflicto?, ¿por qué enviar armas a Ucrania se contempla como la
única acción posible?
Hoy
cuando oigo a otros hablar de implicarnos en la guerra solo puedo pensar en
implicarnos bien, si es que eso es posible; en implicarnos siempre; en implicarnos
en todo lugar y despojados de intereses que no busquen únicamente la paz y la
justicia social… pero para todos. E inevitablemente mi cabeza arde en preguntas
una y otra vez, y en la búsqueda de respuestas que me ayuden a saber qué terreno
pisamos. No quisiera verme a mí misma siendo visceralmente vana desde la
comodidad de mi casa. No quisiera pensar con el paso del tiempo que esta guerra
pudo pararse y no se paró, pudo incluso impedirse y no se hizo. No quisiera
pensar que en toda la década anterior no quiso intervenirse en el territorio del Donbass, ni
en Crimea, ni en Chechenia…, como tampoco en Palestina, en Afganistán o en Siria.
No quisiera tener que afirmar que hay víctimas de primera y de segunda clase o
que me señalan con el dedo quiénes lo son y quiénes, viviendo el mismo horror,
no pueden serlo. No quisiera darme cuenta de que se piensa en Ucrania como en
un territorio de tierra quemada sacrificable en pos de unas intenciones que
nada tienen que ver como preservar la paz, sino con competir para cambiar las
posiciones del tablero, ni que durante años se ha caldeado el ambiente para que
fuerzas extremistas se sacaran los ojos y quemaran vivos entre sí. No quisiera…
hacerle el juego a quienes tejen el tapiz a costa de otras vidas. No quisiera
otra cosa más que decir… adiós a las armas.
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