ADIÓS A LAS ARMAS

By María García Baranda - marzo 06, 2022

 

 


La guerra no se gana con la victoria”. Frederick, espíritu de Ernest Hemingway en Adiós a las armas, resultaba determinante. Afirmaba con la rotundidad de quien se sabe derrotado por el mero hecho de luchar en una guerra. No importará la victoria o la derrota bélica, será un ser vencido desde el principio por aquellos que desde fuera mueven las fichas de la partida, inoculando a sus títeres el sentimiento de no tener otra opción que la de morir matando y el pavoroso temor a las represalias si no lo hacen. Pero quizás Hemingway, como su personaje, tuvo que vivir una guerra desde dentro para entender aquello de que la peor paz es siempre preferible a la mejor de las guerras.

 

¿Pensamos en tiempos de paz de manera diferente a como lo hacemos en tiempos de guerra? Aquello de que las guerras solo generan desastre, de que solo las ganan quienes las generan o de que son constructos diseñados para que algunos se enriquezcan con las muertes de otros…, todo este pensamiento analítico y crítico, antibelicista, civilizado y evolucionado se desvanece en cuestión de segundos cuando la primera bomba estalla. O más aún, cuando se nos cuenta que la primera bomba puede estallar. Ahí, incluso antes de formular el pensamiento completo, y desde el sillón en el que reposamos nuestra caliente cabeza, brota de nuestra boca el más vasto vocabulario cubierto de sangre. Con qué facilidad. ¿Habla entonces el miedo?, ¿el ser animal que nos habita? Posiblemente sí, pero ojalá se debiera principalmente a un impulso momentáneo y visceral de ausencia de racionalidad.

 

Por regla general nos resulta difícil observar cuanto nos acontece con perspectiva completa, eso es un hecho. Alejarnos del que creemos epicentro del asunto y observar el cuadro de conjunto atendiendo a todos sus componentes, causas, consecuencias y agentes que lo provocan. Y si se trata de un acontecimiento de la magnitud de una guerra es aún más complejo. En cierto modo es entendible. Accedemos, en el mejor de los casos, a una diezmada información de los acontecimientos y cuando esta nos llega aparece cuidadosa y maquiavélicamente maquillada desde varios flancos. Pero, sobre todo, son ya muchos los siglos que hace que quienes manejan la historia descubrieron aquello de que acudir a nuestras emociones para modificar nuestra conducta y pensamiento resulta plenamente exitoso. Así que, opinar sobre la Guerra en Ucrania -sin dejar el más mínimo paso a la duda y, repito, desde el sillón en el que dejamos descansar nuestra sobresaturada cabecita-, y sobre la indiscutible necesidad de enviar armas desde España u otros países no es una excepción. Nacen los discursos a favor, ya beligerantes también en las formas, desde la más profunda emotividad cuidadosamente cocinada por quienes nos impulsan a formular una aparente opinión de una decisión ya tomada mucho tiempo atrás. Nadie que tenga un mínimo de humanidad se plantearía dejar en la estacada a quien está siendo aterrorizado, expulsado de su casa, despojado de su vida, asesinado, masacrado. Todos acudiríamos en ayuda del más débil, ¿no es así? Yo desde luego sí. Pues ya está hecho. Conseguido. Ya tenemos dentro la suficiente carga de compasión y pena, como para no ver el bosque más allá de los primeros árboles. Un bosque repleto de preguntas que de forma obligada todos deberíamos hacernos y con la misma responsabilidad humana deberíamos esforzarnos por responder antes de emitir un juicio, si es que de veras pretendemos ayudar a quienes más están sufriendo: qué beneficios traerá para Ucrania el envío de armas desde el exterior; qué riesgos tiene para la población la llegada de esas armas; qué consecuencias trae consigo su libre circulación; quién se beneficia de que la contienda continúe; qué cambios se generarán o no en el desenlace del conflicto; qué otras acciones se pueden o no poner en marcha para evitar más muertes; qué medidas diplomáticas se han puesto en funcionamiento desde los países de la Unión Europea o desde la OTAN para contribuir al fin de la guerra; qué medidas no se han tomado a pesar de ser factibles y por qué no se han tomado; qué intereses se preservan cuando se toman equis medidas de asfixia económica contra el agresor y no otras… La búsqueda de información y el intento, al menos, de respuesta a estas preguntas debería ser un ejercicio obligado y de responsabilidad moral antes de permitirnos el lujo de gritar a los cuatro vientos “¡más madera, es la guerra!”, y de rociar con alcohol un fuego en el que serán otros los primeros en quemarse. Y del mismo modo, sería un ejercicio de absoluto respeto a las víctimas procurar no pronunciar argumentos basados en lugares comunes y, curiosamente, emitidos desde las tribunas de poder: “No enviar armas es dejar sola a Ucrania”; “Putin es un loco y con un psicópata no se puede negociar”; “El envío de armas es la única solución posible”; “Otro tipo de medidas no belicistas no servirían”... Soflamas que nos penetran con pasmosa facilidad, que provocan que demos sin pensar nuestro visto bueno a determinadas acciones que, de reflexionarlas, seguramente reprobaríamos. Y, sobre todo, pensamientos que evitan que nos hagamos las preguntas a las que me he referido antes, porque nos llevarían inevitablemente a la exigencia de las acciones correspondientes por parte de la comunidad internacional. ¿Por qué la OTAN niega a Ucrania la creación de una zona de exclusión aérea y detiene así con ello el ataque de aviones y misiles rusos?, ¿por qué la Unión Europea no impone sanciones económicas más duras a Rusia y consigue de ese modo ahogar su financiación armamentística?, ¿por qué en dichas sanciones económicas la Unión Europea no ha incluido el lucrativo negocio del comercio de diamantes con Rusia?, ¿por qué ningún país de la OTAN se ha ofrecido a sentarse como mediador en las mesas de negociación diplomática con el fin de exigir corredores humanitarios para evacuar a las víctimas o incluso el fin del conflicto?, ¿por qué enviar armas a Ucrania se contempla como la única acción posible?

 

 

Hoy cuando oigo a otros hablar de implicarnos en la guerra solo puedo pensar en implicarnos bien, si es que eso es posible; en implicarnos siempre; en implicarnos en todo lugar y despojados de intereses que no busquen únicamente la paz y la justicia social… pero para todos. E inevitablemente mi cabeza arde en preguntas una y otra vez, y en la búsqueda de respuestas que me ayuden a saber qué terreno pisamos. No quisiera verme a mí misma siendo visceralmente vana desde la comodidad de mi casa. No quisiera pensar con el paso del tiempo que esta guerra pudo pararse y no se paró, pudo incluso impedirse y no se hizo. No quisiera pensar que en toda la década anterior no quiso intervenirse en el territorio del Donbass, ni en Crimea, ni en Chechenia…, como tampoco en Palestina, en Afganistán o en Siria. No quisiera tener que afirmar que hay víctimas de primera y de segunda clase o que me señalan con el dedo quiénes lo son y quiénes, viviendo el mismo horror, no pueden serlo. No quisiera darme cuenta de que se piensa en Ucrania como en un territorio de tierra quemada sacrificable en pos de unas intenciones que nada tienen que ver como preservar la paz, sino con competir para cambiar las posiciones del tablero, ni que durante años se ha caldeado el ambiente para que fuerzas extremistas se sacaran los ojos y quemaran vivos entre sí. No quisiera… hacerle el juego a quienes tejen el tapiz a costa de otras vidas. No quisiera otra cosa más que decir… adiós a las armas.



  • Compartir:

Tal vez te guste...

0 comentarios