Santander, 22 de mayo de 2012
A quien pueda interesar:
Yo estuve allí, en la Manifestación en Defensa de la Educación Pública. Al igual que miles de compañeros, alumnos y padres, ejerciendo mi derecho democrático ante una situación que me cala hasta el tuétano. Otros que no estaban de acuerdo decidieron no asistir. O no secundarla. Y con ello ejercieron igualmente su derecho democrático. La Constitución lo avala. ¡Faltaría más!
Por lo que a mí se refiere, era una cuestión de principios. Pero no -o no primordialmente- ideológicos, sino de principios estrictamente humanos. Una cuestión de lealtad conmigo misma. El día en que decidí dedicarme a la enseñanza establecí un compromiso personal y absoluto con mi función docente. Ese día, tomé la determinación de dedicarme en cuerpo y alma a ofrecer a mis alumnos cuanto estuviera en mi mano. Muy posiblemente, muchos de los que hoy no han apoyado la huelga y la protesta adquirieron un compromiso semejante. Jamás se me ha pasado por la cabeza ponerlo en duda. No soy tan osada. Sin embargo, quisiera ofrecer a quien pueda interesar mi visión de la historia.
En el día de hoy, 22 de mayo de 2012, hemos asistido a un hecho sin precedentes en la historia de nuestro sistema educativo. Hecho sin precedentes porque padres y madres, alumnos y docentes hemos puesto, al unísono, voz a nuestro dolor y rechazo ante una situación de involución que arrasa con los avances conseguidos hasta el momento en materia educativa. Nuestro sistema, al ritmo que nuestra propia sociedad, necesita de constante progreso y por supuesto es susceptible de continuas mejoras. Cualquier docente con un ápice de sentido común y responsabilidad sabe cada día, al entrar en un aula, que su labor es mejorable. Y lo intenta. Lo intentamos. No obstante, por más que nuestro sistema educativo precise de urgentes cambios, las directrices que se están tomando actualmente desandan un camino que se vislumbra nefasta y tristemente sin retorno.
A lo largo de estos meses, y coincidiendo con el inicio de las primeras protestas ante los recortes en Educación, hemos asistido a todo tipo de juicios y de críticas. Las primeras de ellas hacían blanco en la figura del docente, tachándonos de cómodos, insolidarios y vagos ante una situación económica que provoca escalofríos. Centrándose en nuestra negativa al aumento de nuestras horas lectivas, se nos calificaba de absolutos responsables del fracaso educativo de nuestro país. De insolidarios por acomodarnos en nuestra poltrona y negarnos a trabajar un poco más. Figuras relevantes de nuestro sistema político aducían que nuestra dedicación a la profesión –en horas y en calidad- era ínfima, que nuestros meses de vacaciones eran excesivos, que nuestra incapacidad de motivación a los alumnos era tangible y que el hecho de que nuestros sueldos fuesen recortados era lo que verdaderamente nos hacía revolvernos contra el sistema. Asimismo, se nos tachaba de no estar suficientemente preparados, o de no estar dispuestos a estarlo. Tales críticas dolían, pero desgraciadamente estamos acostumbrados. No importan tanto.
Sin embargo, quisiera explicar humildemente a cualquier ciudadano que lo desconozca o lo considere de su interés, cuál fue el motivo que puso en nosotros el germen de lo que hoy se ha visto. Lo que de verdad nos hizo revolvernos en nosotros mismos fue la puesta en marcha de una serie de recortes que no sólo -y en contra de lo defendido por el Ministerio y las Consejerías de Educación-, diezman la calidad de la enseñanza, sino que segregan, discriminan y privan a un gran número de alumnos de la citada calidad. Recortes que inmoral e inconstitucionalmente disparan a discreción contra la Enseñanza Pública. Curiosa y sorprendentemente no disparan contra la Enseñanza Privada. Al menos algunos se salvan, sean cuales sean los motivos de ello. El primero de dichos recortes es una sustanciosa reducción de recursos humanos: el despido masivo de aquellos docentes que, a su criterio, no son “ya” necesarios; aquéllos que sirvieron para desempeñar su labor cuando fue preciso y que hoy no lo son tanto; aquéllos que pesar de haber superado las mismas pruebas, requisitos y oposiciones que el resto, no pudieron obtener puesto fijo por -en muchos de los casos- razones económicas; correspondientemente con este despido aparece la sobresaturación de las funciones docentes para aquellos que mantienen su puesto de trabajo por ser merecidos funcionarios y que, desde este momento, pasarán a desempeñarlo en condiciones más que hostiles, en las que falta de medios y el azote de las exigencias burocráticas harán el resto. El segundo de los recortes se encuentra directamente relacionado con el anterior, por cuanto es medio de viabilidad de aquél: el aumento del número de alumnos por aula, con la consiguiente imposibilidad de que los docentes podamos dedicarnos a la imperiosa e imprescindible atención a la diversidad que nuestra sociedad actual pide a gritos. Menos profesores y más alumnos por aula en un momento en el que no nos lo podemos permitir.
Efectivamente, nuestra sociedad ha cambiado sustancialmente en las últimas dos décadas. Las estructuras familiares son radicalmente distintas, como así lo son los perfiles sociológicos y emocionales de nuestros niños y adolescentes. Chicos de variadas procedencias geográficas, con distintos niveles de aprendizaje, con situaciones familiares impensables hace veinte años, con necesidades físicas, psíquicas y educativas de tan rápida aparición, que ni a nosotros nos da tiempo a abordar. La sociedad –aun cuando a veces seamos los mismos, con distinto maquillaje-, cambia a un ritmo vertiginoso y con ella ha de cambiar nuestro proceso de enseñanza-aprendizaje. Por ello, eliminar de un plumazo medidas -siempre mejorables, claro-, que favorecían la atención a grupos reducidos, el uso de materiales, y la disponibilidad de personal suficiente y cualificado al respecto supone la más absoluta imposibilidad de educar con calidad y atender a dichas demandas sociales.
Yo estudié en aulas con 40 alumnos. Estudié sin medidas de atención a la diversidad. Sin programas de acogida al alumnado inmigrante. Sin proyectos de inmersión lingüística para alumnos sin conocimientos de español. Sin expertos en pedagogía terapéutica para alumnos con dificultades de aprendizaje. Sin aulas de compensatoria. Lo hice y aquí estoy. Entiendo por ello, que muchos se rasguen las vestiduras al oírnos decir que hoy día volver a aquello es inviable. Pero quisiera invitar a la reflexión de que estudié en un tiempo en el que se formaba “el listo” y “el que no servía” se iba fuera; en un tiempo en el que la globalización era un proceso sin extender y, por ende, las cifras de inmigración en España eran insignificantes; en un tiempo en el que alumnos con dislexia o trastornos de hiperactividad y déficit de atención eran no sólo no diagnosticados, sino incluso calificados de alumnos sin ganas de aprender; en un tiempo en el que el alumno que había perdido algún curso quedaba directamente fuera de la rueda; en un tiempo en que las posibilidad de ampliar estudios en el extranjero era opción de unos pocos; y sobre todo, en un tiempo en el que el alumno que se sentaba en un aula de secundaria no lo hacía de forma obligada –me permito recordar, ESO: Educación Secundaria “Obligatoria”-, sino que lo hacía voluntariamente. Por todo esto no podemos volver atrás. Rescatar un sistema educativo similar al de los años 70 en una sociedad del siglo XXI es dirigirse al precipicio. Y a ello se está volviendo sin reformar excesivamente los planes educativos, ni los diseños de cursos y asignaturas. Tan sólo es preciso reducir el número de profesores, masificar las aulas, imposibilitar la dedicación particular e individual que cada alumno demanda de nosotros, eliminar las aulas de refuerzo, suprimir las aulas de educación compensatoria, reducir las aulas de formación de alumnado adulto…. Con ello, ya tenemos el retroceso. El pastel ya está en el horno y a ello se dirige el plan de recortes educativos: reducción de recursos económicos y reducción de recursos humanos.
En ocasiones la sociedad no apoya. En otras simple y comprensiblemente desconoce lo arriba expuesto. Es natural. Pero lo sangrante es que quienes se encuentran al mando de este barco, aquellos que son elegidos, votados y pagados por la ciudadanía, vuelvan la cabeza, hagan oídos sordos o, lo que es peor, padezcan una absoluta ceguera al respecto. Hoy mismo, ante la respuesta de huelga del colectivo educativo, desde las propias Consejerías de Educación se la ha calificado de un movimiento “más político que sindical”. Muy señores míos, permítanme decirles, con todos mis respetos, que no se trata de una acción de esos mimbres. Se trata de una respuesta absolutamente social, dado que la Educación no debería estar sujeta jamás a tintes ni a colores políticos. Los cargos públicos, toda vez que han sido elegidos democráticamente en las urnas –votados por unos y acatados por otros-, o bien nombrados como cargos de confianza por aquéllos, se deben en cuerpo y alma a su labor pública. Tan en cuerpo y alma como un docente a sus alumnos. Están obligados a tomarle el pulso a la realidad social. Por ello, la respuesta, nuestra respuesta, no es desmedida, sino directamente proporcional a las acciones tomadas por los poderes nacionales y autonómicos. Y en este caso, las medidas de recortes vulneran derechos constitucionales y esenciales como el derecho a una educación de calidad libre y gratuita, y el derecho y deber de trabajar dignamente. El primero afecta directamente a alumnos y familias. El segundo afecta a los docentes. Ya estamos todos: respuesta social.
Por estos motivos nos revolvemos. No porque los centros educativos públicos –al contrario que los privados- hayan dejado de recibir, hasta hace bien poco, las dotaciones económicas durante casi un año. No porque se haya pedido a los docentes apretarse el cinturón y para ello se hayan recortado sueldos –como a muchos trabajadores de la empresa privada-. No porque muchos docentes vayan a quedarse sin empleo –como los más de cinco millones y medio de parados que ya lo están-. O no solamente nos revolvemos por esas razones. Nos revolvemos fundamentalmente porque el futuro de nuestros niños y jóvenes no es moneda de cambio. Nos revolvemos porque nuestra obligación es protegerlos de esta vorágine. Nos revolvemos porque los cargos públicos, desde el momento en el que juran como tales, se deben a su labor pública y no a cualquier otro tipo de intereses. Nos revolvemos porque los responsables de ministerios y consejerías de ámbito social (educación, sanidad, asuntos sociales) jamás han de descuidar las prioridades y necesidades básicas de tales ámbitos, aduciendo razones económicas. Nos revolvemos porque, hasta el momento, ninguno de los países inmersos en la crisis actual ha considerado que dinamitar los presupuestos educativos pueda favorecer la salida de esta misma. Más bien al contrario, reforzar la educación de nuestros jóvenes es la única puerta de esperanza de mejora que podemos abrir en estos momentos.
María García Baranda
Profesora de Lengua castellana y Literatura - Cantabria
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