EL MONDONGO Y LA MANDANGA

By María García Baranda - julio 25, 2016



       Hago yo por tener la fiesta en paz, ¡lo juro! Y miren que no puedo, ¿eh? Que no me dejan. Se empeñan y se empeñan, y al final acaban despertando a la guerrera que en mí habita. Y vean que soy yo del vive y deja vivir, del zen, del espíritu bohemio –mal que alguno me lo niegue con bastante sorna- y del chill in o chillo out,… ¡vaya usted a saber! ¡Pero nada, oigan! Trato de tener las fiestas en paz, las de Santiago, digo. Esas que en mi ciudad representan un maremoto que gusta, esas que al final hacen que por hache o por be me revuelva en mi asiento. Me viene a la memoria ese No sin mi mesa que escribí hace ya seis años y que me dio para reírme con mi gente a carcajadas. Y seguimos igual. Y yo, seis años mayor, no sé si algo más carca, sigo mosqueándome por los desmanes y las faltas de educación que he de ir sorteando por el camino. Toca tema, ya lo siento. Y pienso en que delicadito es, así que a ver cómo me las ingenio para que se entienda en su justa medida lo que pretendo decir.
            Comienzo situando: noche de sábado en fiestas, entre la una y las dos de la mañana, dos amigas y una de nuestras paradas habituales. Ambiente, lleno casi total y música bailable. Al entrar en el local se observan los fiches habituales. Ellos se fijan en aquello que consideren pertinente; ellas también; nosotras en quién ocupa esa noche el garito; y de ahí a la barra a pedir algo. Desde ese momento, a nuestra vera y ya siempre a la verita nuestra un par de amigos. O tres. O cuatro. O no sabría decir, porque ya no sé quién viene con quién o si incluso formaron parte de mi grupo y yo sufro una amnesia aguda que me hace no reconocer sus caras cuando los veo a pocos centímetros de mi cadera. Juraría que con nosotras no venían e incluso que no los conocemos, pero ya dudo de mí misma y más aún tras hacer la prueba del algodón: cambiamos de área, de esquina, de columna,… y ahí siguen, apostados al calor de las caderas y a punto de partirme las costillas flotantes de un codazo. Poco a poco ya no hay hueco para bailar, al menos para bailar cualquier cosa que no sea un chotis madrileño sobre una única baldosa. Y yo comienzo a agobiarme, pero no importa. Sonrío y sigo tratando de hacer que no pasa nada. “Son fiestas”, me digo, pero no consigo convencerme a mí misma, porque levantando un poco la vista veo que queda local libre a sus respectivas espaldas. Y soplo. Y me encomiendo al santísimo Cristo de Medinaceli para no dar una imagen de divina, de retrógrada, de santanderina, o de cualquier cosa que yo aborrezco. Y también me digo: “¡Anda, María, tampoco nos pasemos; ya sabes cómo es esto”. Pero llegan dos más. O tres. O cuatro. Y hacen la  misma operación, pero por el flanco opuesto. Y tras ello otro par de cara tan conocida como los anteriores. Ya estamos absolutamente inmovilizadas, sin apenas espacio para respirar y menos aún para movernos. Podríamos, sí, pero eso supondría pegarnos en cuerpo y hasta en alma –por aquello de que nos traspasarían- a gentes desconocidas. Y no estamos muy por la labor. Por lo que a mí respecta, no tengo ninguna intención de pegar mi cadera, mi culo o mis tetas a ninguna espalda, entrepierna, brazos,… de sabe Dios quién por el artículo treinta y tres. Que serán manías mías, oigan. Que una es muy suya para lo suyo. Y muy libre para lo mismo. Pero libre consigo misma. Y punto pelota.
            ¿Bonito panorama verdad? Habitual ya, es verdad.  De no rasgarse las vestiduras, tal vez, lo sé. Y de no pasarse de recta, ya, ya. Pero es que si alguien piensa que mi crítica postura es defensora del feminismo porque sí, que es nula de entendimiento ante los naturales impulsos de atracción sexual del animal que somos, de puritana cristiandad eclesial,… o cualquier otra razón de ese pelo, ya corro yo a aclararlo. Veamos. Para empezar: soy joven, pero adulta; experimentada, liberal, progresista y atea. Defiendo y practico las relaciones en plena libertad de sus integrantes. Disfruto de las relaciones sexuales y del flirteo. Aplaudo una fluida y libre interrelación a fin de ligar, conocerse, ampliar círculos o pasar un rato, según el caso y allá cada cuál. Y soy sociable. Y cercana. Primer punto aclarado. Y entonces, ¿qué diantres me pasa? Pues bien, me pasa que soy tremendamente celosa de mi espacio vital. Que para mí es cuestión de piel el notar que alguien a quien no corresponde está traspasando el área que le toca de las tres habidas según el nivel de relación personal existente. Que me incomoda sentirme acosada sin ton ni son, porque para mí sí hay diferencia entre ver ojos de atracción hacia mí y sentir una mirada depredadora que es capaz de arrancarme la cabeza por darme un morreo en ese momento. Si pudiera, claro. Que no estoy yo muy a gusto con eso de notar cuerpos desconocidos pegados a mi culo, porque eso hace que cada vez que me mueva para bailar o cambiar el peso de pierna, puede ser, piense en que me estoy frotando con alguien para su alegría. Manías mías, sí, ¡que le voy a hacer! Pero sociable soy, ¡lo juro otra vez!
            Y así me incomodo ante determinadas situaciones. Y ¿cuándo llega el cabreo? Pues muy sencillo, en momentos como el que narro a continuación. Vuelvo a la noche que prendió la pólvora de todo esto. Noche de autos. Y llega eso que me exaspera hasta la explosión final: llega quien te toca. ¡Oh, sí! Te toca porque sí. Supongo que ahora sea ya por el artículo treinta y cuatro, pero el mozo de turno va a pasar y para ello te trinca de la cintura. Sí. ¡Con las dos manos! Solo le falta cantar el No nos moverán. Sería emocionante, ya lo estoy viendo. O tal vez se trate de un descendiente de algún superviviente del Titanic, quien asido fuertemente a un mástil, jura que no lo hundirán. Si es así, me quito el sombrero. Pero si no lo es, como en el caso que anoche aconteció, lo que me quito de encima es la paciencia y actúo como aquí cuento. Se aproximaron dos brazos hacia mí. Uno directo a mi cintura para arrimarme al individuo portador de ese brazo con vida propia. El otro hacia mi nuca para agarrarme del cuello hacia su cara y, supuestamente, hacerse oír adecuadamente. Se deduce, claro está, que su finalidad última era la de dirigirse a mí a entablar conversación. Pero en ese momento, me remonto sobre mí misma y enarbolada yo comienzo a echar la bronca al sujeto y a su amigo. Les tocó la lotería, ya lo siento, y bajo el titular del “por qué tocas” les echo la perorata del no se tome usted licencias y no me trate como a un cacho de carne. Se pueden imaginar por dónde van los tiros.
            Fiestas de Santiago, sí. Pero puede tratarse de una noche cualquiera, dado que ese tipo de comportamiento ya se ha convertido en hábito. La gente se toma unas licencias que no sé yo en qué cláusula aparecen. Ellos y ellas. Ellos bajo la etiqueta de “macho seductor y cazador, irresistible y seguro de mí mismo, nena”. Ellas bajo el cartel del “todo vale, porque soy mujer y un hombre no hace ascos a nada ni a ninguna”. Y miro a mi alrededor y me parece estar viendo una escena del programa Mujeres y hombres, y viceversa. Y observo y veo que ellos lucen camisetas de cuando hicieron la primera comunión, bíceps aún en tensión recién salidos del gimnasio y calvas relucientes hidratadas con unte de Nivea lata azul. Y en ellas, extensiones de una tintada de serie, tops de presentadora de Supervivientes y shorts de medio culo. Medio por debajo, porque es más sexy o bien por encima porque nos enfundamos en una talla que no ajusta, dependerá del caso. Atuendos de mondongo, sí. De enseñar bien el mondongo de un look asociado a una modernidad sin tabúes. Y junto a ese aspecto, actitud de canción de reggaetón: “muévelo todo, mami; dámelo todo, papi”. Todo a disposición de la mandanga. Y se lo creen. Y de veras piensan que funciona así con todo el mundo. Y te ofrecen su mondongo y se lanzan al tuyo para conseguir la citada mandanga.
            Y no me da la gana. De vez en cuando estallo. ¿Por qué? Sencillo. Porque no tengo que consentir que me toque quien no me apetece. Porque yo enseño y dejo que se me enseñe lo que lo elijo de quien yo elijo. Porque mi sexualidad la decido yo, desde los gestos más inocentes hasta la práctica más tórrida. Porque no tengo que aguantar esas confianzas por temor a ser tachada de seria o borde, por el mero hecho de ser mujer. Porque un hombre no tiene porqué consentir que cualquier pava se pase de la raya por miedo a ser tildado de imbécil por no aprovechar la ocasión o poco macho. Porque hasta la frivolidad ha de ir vestida con la capa del respeto. Porque abunda demasiado en estas generaciones. Porque soy educadora. Porque tengo dos dedos de frente. Porque ya he vivido y sigo viviendo. Porque hace un par de semanas leí noticias estremecedoras sucedidas en las fiestas de San Fermín en Pamplona. Y porque lo zafio está demasiado de moda y no me gusta. 



  • Compartir:

Tal vez te guste...

0 comentarios