OBSERVAR EN EL RUIDO

By María García Baranda - agosto 02, 2016



“Las palabras se las lleva el viento” y “el movimiento se demuestra andando”. Queda claro el mensaje, pero no puedo evitar preguntarme el porqué las personas necesitamos constancia verbalizada de todo aquello que nos ocurre. La capacidad y la necesidad de comunicarnos lingüísticamente intrínsecas a los seres humanos hacen que les demos una importancia preponderante a las manifestaciones verbales por encima de cualquier otro signo. Respondería esto a la pregunta de: ¿por qué necesitamos palabras que corroboren lo que seguramente ya sabemos? Comprendo la razón, pero no por ello dejo de ser consciente de que con ello le volvemos la cara a otras muestras y fuentes de información que son igual de válidas que las anteriores o incluso más, según el caso.
A estas alturas ya sabemos que las cosas hay que decirlas. Que no pueden darse por sentadas y dejar que pase el tiempo porque “eso ya se sabe”. Lo sabemos, sí. Lección aprendida. Hay que manifestar lo que nos gusta y disgusta, lo que pensamos y lo que sentimos. Hay que comunicarse con fluidez, pero sobre todo con constancia y perseverancia. Y es cansado, muy cansado, pero imprescindible. Todo esto nadie lo pondrá en duda, seguramente. Sin embargo, el conflicto puede aparecer cuando dejamos de prestarle atención a los hechos y a las acciones, porque a partir de ese momento estamos minusvalorando gestos de un tamaño, importancia y significado fundamentales. Una acción siempre será más reveladora que una palabra, de eso no hay duda, pero son muchas las ocasiones en las que pasamos por delante de ellos y les prestamos una atención mínima.
¿Pensáis que es contradictorio que yo precisamente diga esto? Puede resultar chocante, sí. Defensora a ultranza de las letras, charlatana por los codos, profesional de la palabra,…etc, etc… Pero precisamente por eso lo digo, porque todo ello me surge de una reflexión desde mí misma en la que sopeso lo tozuda que me pongo en multitud de ocasiones, llegando a ser incluso compulsiva en mi demanda de explicaciones, verbalizaciones, respuestas categóricas y sentencias bien pronunciadas. Así que, a la luz de mi propia disección llego a determinadas conclusiones al respecto.
Las relaciones humanas sin comunicación están destinadas al fracaso. El desarrollo personal sin ser capaces de verbalizar los estados internos se ve mermado y hasta abortado. Pero el abundante y constante uso lingüístico no debería ser excluyente de una atención e interpretación correctas en cuanto a las acciones de los que nos rodean. Por mi parte, -y sé que todos lo hacemos en mayor o menos medida-, tengo una necesidad muy marcada de escuchar que le pasa al otro por la cabeza y cómo se siente. Esta necesidad se potencia aún más cuando el asunto me influye directamente, esto es, qué piensa respecto a mí, pero sobre todo qué siente por mí. Reconozco que mi necesidad es excesiva y que requiero de un goteo más o menos frecuente para llenar mi depósito particular. Mi uso y valoración de las letras podrían ser parte de la explicación que justifique dicha tendencia, pero no sería justa si descargase ahí todo el peso de la causa. Volcarse de ese modo en esa práctica trae consigo el dejar de prestar la atención adecuada a las acciones y comportamientos que los demás tienen con nosotros. Y eso no es justo. Muchas son las veces en las que me ciego y con ello no valoro en su justa medida los hechos que día a día me muestran y demuestran las personas que me rodean. ¿Es más válida una palabra de cariño, de aprecio, de amor, que el hecho de estar a mi lado hasta para lo más simple? En el equilibrio está la virtud y soy consciente y manifiesto lo mucho que necesito oírlo, pero sé cuánto me equivoco al pararme en seco y darme cuenta de que no había prestado la atención adecuada a sus acciones conmigo. No (solo) es el envoltorio, sino el contenido. Lo sé. Y me duele cometer ese error. ¿Qué me impulsa a hacerlo? Seguramente una necesidad de revalidación cimentada en cierta dosis de inseguridad y de miedo. ¿A qué? A que todo mute, mi talón de Aquiles. Miedo a que de un día para otro mi vida cambie de aspecto. Miedo a que dejen de quererme, a que ya no me necesiten, a que se desencanten de mí, a que no busquen mi compañía,… Lo de siempre: miedo a la pérdida de aquellos a quienes quiero de verdad.
Y si sigo tirando del hilo, veo que suele suceder igualmente con lo negativo. La necesidad de que nos digan y repitan varias veces y con claridad: no me gusta esto de ti, ya no quiero esto, necesito otra vida o ya no te quiero. Podremos tener mil pistas del verdadero estado de una situación, de que las personas están ya en otra frecuencia, pero seguimos sin observar los hechos. Sus acciones aquí, de nuevo, son reveladoras y demuestran quiénes son, cómo piensan y qué sienten. Pero otra vez le prestamos una atención minimizada en contraste con la importancia que le damos a una frase, a una palabra un día concreto, en un momento puntual. Y otra vez, como siempre, me digo: ¿por qué? Pues porque es costoso. Cuesta tener fe en lo que no vemos, con lo que aún más nos cuesta tenerla en lo que no oímos. Las palabras suavizan los hechos y eso hace que nuestros golpes se atenúen aunque sea por un intervalo breve de tiempo. Nos agarramos a una palabra ardiendo, pero en el fondo sabemos su justa medida. Y a su lado hechos que no aceptamos, que nos negamos a comernos. Otra vez por miedo, por debilidad y fragilidad. Pero también por soberbia y una pizca de ego. ¿Cómo va a pasarme eso a mí si yo tenía todo controlado y en pie? Pues pasa. A mí, a ti y al vecino. Pasa, sucede, ocurre y acontece. Y no hay más. Y las acciones del resto hacia nosotros nos lo muestran una y otra vez, pero las miramos solo a veces, porque amargan el lagrimal y encienden la ira. Hieren en el orgullo, nos despojan del lugar que creíamos tener de modo vitalicio, nos apartan, nos hacen sentir pequeños, y un largo etcétera. Nos aferramos a una palabra, que puede deberse a un simple gesto de cercanía, con tal de no aceptar la validez de las acciones del resto.
Concluyendo, el ideal sería no necesitar oír constantemente lo importante que soy para alguien o que ya no estoy en su vida con todas sus letras, lo que quiera que sea según el caso. El ideal sería ser capaz de saberlo simplemente observando sus acciones. O mejor dicho, el ideal sería saber reconocer, calibrar, aceptar y convivir con lo que ya sé. De paso con ello, viviría y dejaría vivir. Dulce y tranquilo. Sin miedos, sin inseguridades, sin ego y sin soberbia.





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