“Las
palabras se las lleva el viento” y “el movimiento se demuestra andando”. Queda
claro el mensaje, pero no puedo evitar preguntarme el porqué las personas
necesitamos constancia verbalizada de todo aquello que nos ocurre. La capacidad
y la necesidad de comunicarnos lingüísticamente intrínsecas a los seres humanos
hacen que les demos una importancia preponderante a las manifestaciones
verbales por encima de cualquier otro signo. Respondería esto a la pregunta de:
¿por qué necesitamos palabras que corroboren lo que seguramente ya sabemos?
Comprendo la razón, pero no por ello dejo de ser consciente de que con ello le
volvemos la cara a otras muestras y fuentes de información que son igual de
válidas que las anteriores o incluso más, según el caso.
A
estas alturas ya sabemos que las cosas hay que decirlas. Que no pueden darse
por sentadas y dejar que pase el tiempo porque “eso ya se sabe”. Lo sabemos,
sí. Lección aprendida. Hay que manifestar lo que nos gusta y disgusta, lo que
pensamos y lo que sentimos. Hay que comunicarse con fluidez, pero sobre todo
con constancia y perseverancia. Y es cansado, muy cansado, pero imprescindible.
Todo esto nadie lo pondrá en duda, seguramente. Sin embargo, el conflicto puede
aparecer cuando dejamos de prestarle atención a los hechos y a las acciones,
porque a partir de ese momento estamos minusvalorando gestos de un tamaño,
importancia y significado fundamentales. Una acción siempre será más reveladora
que una palabra, de eso no hay duda, pero son muchas las ocasiones en las que
pasamos por delante de ellos y les prestamos una atención mínima.
¿Pensáis
que es contradictorio que yo precisamente diga esto? Puede resultar chocante,
sí. Defensora a ultranza de las letras, charlatana por los codos, profesional
de la palabra,…etc, etc… Pero precisamente por eso lo digo, porque todo ello me
surge de una reflexión desde mí misma en la que sopeso lo tozuda que me pongo
en multitud de ocasiones, llegando a ser incluso compulsiva en mi demanda de
explicaciones, verbalizaciones, respuestas categóricas y sentencias bien
pronunciadas. Así que, a la luz de mi propia disección llego a determinadas
conclusiones al respecto.
Las
relaciones humanas sin comunicación están destinadas al fracaso. El desarrollo
personal sin ser capaces de verbalizar los estados internos se ve mermado y
hasta abortado. Pero el abundante y constante uso lingüístico no debería ser
excluyente de una atención e interpretación correctas en cuanto a las acciones
de los que nos rodean. Por mi parte, -y sé que todos lo hacemos en mayor o
menos medida-, tengo una necesidad muy marcada de escuchar que le pasa al otro
por la cabeza y cómo se siente. Esta necesidad se potencia aún más cuando el
asunto me influye directamente, esto es, qué piensa respecto a mí, pero sobre
todo qué siente por mí. Reconozco que mi necesidad es excesiva y que requiero
de un goteo más o menos frecuente para llenar mi depósito particular. Mi uso y
valoración de las letras podrían ser parte de la explicación que justifique
dicha tendencia, pero no sería justa si descargase ahí todo el peso de la
causa. Volcarse de ese modo en esa práctica trae consigo el dejar de prestar la
atención adecuada a las acciones y comportamientos que los demás tienen con
nosotros. Y eso no es justo. Muchas son las veces en las que me ciego y con
ello no valoro en su justa medida los hechos que día a día me muestran y
demuestran las personas que me rodean. ¿Es más válida una palabra de cariño, de
aprecio, de amor, que el hecho de estar a mi lado hasta para lo más simple? En
el equilibrio está la virtud y soy consciente y manifiesto lo mucho que
necesito oírlo, pero sé cuánto me equivoco al pararme en seco y darme cuenta de
que no había prestado la atención adecuada a sus acciones conmigo. No (solo) es
el envoltorio, sino el contenido. Lo sé. Y me duele cometer ese error. ¿Qué me
impulsa a hacerlo? Seguramente una necesidad de revalidación cimentada en
cierta dosis de inseguridad y de miedo. ¿A qué? A que todo mute, mi talón de
Aquiles. Miedo a que de un día para otro mi vida cambie de aspecto. Miedo a que
dejen de quererme, a que ya no me necesiten, a que se desencanten de mí, a que
no busquen mi compañía,… Lo de siempre: miedo a la pérdida de aquellos a
quienes quiero de verdad.
Y
si sigo tirando del hilo, veo que suele suceder igualmente con lo negativo. La
necesidad de que nos digan y repitan varias veces y con claridad: no me gusta
esto de ti, ya no quiero esto, necesito otra vida o ya no te quiero. Podremos
tener mil pistas del verdadero estado de una situación, de que las personas
están ya en otra frecuencia, pero seguimos sin observar los hechos. Sus
acciones aquí, de nuevo, son reveladoras y demuestran quiénes son, cómo piensan
y qué sienten. Pero otra vez le prestamos una atención minimizada en contraste
con la importancia que le damos a una frase, a una palabra un día concreto, en
un momento puntual. Y otra vez, como siempre, me digo: ¿por qué? Pues porque es
costoso. Cuesta tener fe en lo que no vemos, con lo que aún más nos cuesta
tenerla en lo que no oímos. Las palabras suavizan los hechos y eso hace que
nuestros golpes se atenúen aunque sea por un intervalo breve de tiempo. Nos
agarramos a una palabra ardiendo, pero en el fondo sabemos su justa medida. Y a
su lado hechos que no aceptamos, que nos negamos a comernos. Otra vez por
miedo, por debilidad y fragilidad. Pero también por soberbia y una pizca de
ego. ¿Cómo va a pasarme eso a mí si yo tenía todo controlado y en pie? Pues
pasa. A mí, a ti y al vecino. Pasa, sucede, ocurre y acontece. Y no hay más. Y
las acciones del resto hacia nosotros nos lo muestran una y otra vez, pero las
miramos solo a veces, porque amargan el lagrimal y encienden la ira. Hieren en
el orgullo, nos despojan del lugar que creíamos tener de modo vitalicio, nos
apartan, nos hacen sentir pequeños, y un largo etcétera. Nos aferramos a una
palabra, que puede deberse a un simple gesto de cercanía, con tal de no aceptar
la validez de las acciones del resto.
Concluyendo,
el ideal sería no necesitar oír constantemente lo importante que soy para
alguien o que ya no estoy en su vida con todas sus letras, lo que quiera que
sea según el caso. El ideal sería ser capaz de saberlo simplemente observando
sus acciones. O mejor dicho, el ideal sería saber reconocer, calibrar, aceptar
y convivir con lo que ya sé. De paso con ello, viviría y dejaría vivir. Dulce y
tranquilo. Sin miedos, sin inseguridades, sin ego y sin soberbia.
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