Estaba
allí de pie, junto a un montón de libros apropiados para su edad. Hojeaba
algunos, miraba otros de reojo, tocaba levemente la tapa de alguno que otro,
pero sin mostrar esta vez demasiado interés. O demasiadas ganas, ¡vete tú a
saber!, porque es un misterio adivinar qué pasa por la cabeza de un pequeño
cuando no está en su voluntad abrir la boca. Me resultaba curioso, algo inquietante,
ver esa escena que no suele ser habitual en él. Lo normal es que se ilusione
cuando se ve rodeado de títulos que lo estimulan, que abra los ojos como platos
cuando rompe el papel que envuelve el libro que le acabas de regalar, que se lo
recorra en nada, desde la anotación más nimia de una esquina de la cubierta hasta
el más pequeño detalle de la ilustración que acompaña cada capítulo. Las tardes
en las que entramos a echar un ojo a la librería recorre secciones y estantes,
curiosea, lee alguna página que le llama la atención, toca, comenta, se pone
crítico, y suelta al menos un par de cómo me gusta ese libro esperando que
acabe finalmente yéndose con él a casa. Eso es lo habitual, sí. Salvo esa
tarde. No encontraba un título a su gusto: o tenían demasiada letra para él o
demasiada poca. “¿Cuántas páginas tiene?”, “qué aburrimiento”, “¡bah, ese es un
rollo!” No había forma. ¿Y por qué? Pues lo supe enseguida, observándolo allí
de pie con su desgana puntual. Estaba escogiendo una lectura para el cole –de
su gusto, por fortuna, eso sí–, pero algo que habría de leerse en el plazo de
un mes, con letra y con enjundia. Y ahí, en mi mente, solo pude escuchar: “libro”,
“tienes que”, “plazo máximo” y “requisitos” aunados en un mismo concepto que
terminó traduciéndose en un rato que, esta vez, no resultó en absoluto tentador
ni divertido para quien a diario lo practica con entusiasmo. “A ver cómo tienes
ahora el cuajo de darle los títulos de los libros a leer a tus alumnos, profe”,
me dije a mí misma.
¿Os imagináis que alguien nos dijera que
tenemos el plazo de un mes para que, a razón de dos horas por viernes, por
ejemplo, saliéramos a divertirnos con nuestros amigos? Ni el sábado, ni el
domingo. El viernes. Un mes para salir de copeteo o de cena, todos y cada uno
de los fines de semana y sin faltar uno,
con o sin ganas, porque toca y porque debemos. Un mes para que nos dé tiempo a
llenar nuestro saco de esa actividad. Suena ridículo, ¿verdad? Pues el día en
el que dejamos de considerar la lectura de un libro como lo que realmente es,
un placer natural en sí mismo, voluntario y gustoso, ese día... le –y nos– pegamos
una estocada de gracia.
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