Siempre he sabido la blandísima materia de la que está
hecho el corazón humano. Por lo que al mío respecta, sospecho que este ha
estado largo tiempo sometido a braseros candentes, pues con relativa frecuencia
relaja su silueta y toma un estado casi viscoso y dúctil. No reniego de ello,
al contrario. Lo declaro sin la falsa modestia abandonada gradualmente con el
paso de los años. Y no siento vergüenza alguna por hablar de mí misma en tales
términos, pues bien creo que me lo he ganado.
Continúa el camino y en él se va una topando con
situaciones y experiencias tras la que llega la metódica reflexión sobre las
propias reacciones. Reconozco mi sorpresa cuando se me presenta una
considerable falta de afectación. Y busco las causas. Mi lado más crítico me
hace pensar en qué tal vez los tropiezos de la vida han traído consigo una
cierta dosis de endurecimiento. O tal vez se trate en un aumento de la
capacidad de relativización. Ojalá, pues no quisiera jamás saberme fría ante
una decepción o golpe alguno. Esa fue ya una promesa que me hice a mí misma
hace muchos, muchos años, en la que fuese sin duda la primera gran bofetada que
me dio la vida.
Así que, si mi empeño se orienta a mantenerme abrigada y
cálida, por dentro y por fuera, así como a fomentar la falta de rencores, tan
solo me cabe dar con una respuesta posible: la madurez trae consigo la asunción
de que la vida se compone de etapas que, como las piezas de un puzle, conforman
la imagen de tu existencia. Algunas de ellas quizá se extravíen y no puede una
detenerse a buscarlas o empeñarse en ubicarlas eternamente, por cuanto su
desaparición bien pudiera ser voluntaria. Además, el proyecto final se
detendría y creo -y espero- que aún queda mucho por hacer.
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