Los ciclos de la vida van dejando amargos polvos a su
paso. Es precisamente la aceptación de ese carácter cíclico lo que nos permite
seguir adelante, pero no por ello la muesca provocada es menos profunda.
Consciente, como soy, de que yo misma probablemente iré clavando puñales a mi
paso, no tengo pudor alguno en reconocer mis desmanes y solicitar clemencia al
agraviado.
Sin embargo, hoy miro el escaparate desde el otro lado y
entono un mea culpa inverso. Por entregarme sin límites y sin medir las
consecuencias de su devenir inevitable. Que a lo bueno es fácil acostumbrarse y
de la costumbre al abuso va un paso. Que no todo vale. Que empatizar
en demasía con quien queremos nos hace volvernos indulgentes con ciertos
comportamientos que habrían de ser intolerables. Que, dado que el ser humano es
egoísta por naturaleza, forzarte a comprender lo incomprensible da carta blanca
al otro para campar a sus anchas por tu interior, abrigado con una espesa manta
de desconsideración. Que no poner un pie en pared es cobarde e incluso
peligroso, pues lo que en principio puede traducirse como generosidad al final
es un comportamiento suicida. Que no reivindicar el terreno legítimamente
ganado nos hace ser consentidores de su pérdida.
… Y que la literaria parábola del hijo pródigo deberíamos
tenerla todos grabada a fuego en la piel.
(Quien
bien me conoce ya debería saber cuáles son mis pensamientos y cómo siento. Si
aún tengo que explicárselo, es que no se asomó a mis ojos como correspondía. O
bien tiró de la cuerda hasta romperla).
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