“Justificas
lo injustificable”. Cuántas veces habré sido destinataria de esas palabras. Y
cuántas otras he corrido a matizar que no es justificación, ni dar por menores
ciertos errores y defectos ajenos –y también propios, ¡confieso!-. Es
únicamente la búsqueda de una causa que me ayude a comprender y a encajar
determinados comportamientos ciertamente reprobables. Un origen, un motivo que
lleve a meter la pata hasta el fondo, a ser injustos o incluso a herir. No
justifico, razono. Lo que no es lo mismo. Y soy consciente igualmente de
practicar cierta benevolencia ante las debilidades humanas, por cuanto de esto
último y de imperfección hay en todos nosotros. De que en ocasiones afirmo que
todos somos capaces de lo mejor y de lo peor. De que mirarnos el ombligo es
algo por lo que cualquiera puede ser pillado en falta.
Sin embargo, ¡atención! Trazo una línea de acero
infranqueable que separa todo lo anteriormente dicho de aquello que me provoca
una total y absoluta intolerancia. Es mi particular selección de los siete
pecados capitales; esos ante los que mi anteriormente citada benevolencia se
desvanece por completo. No diré que no perdono, pues esa labor se la dejo a las
deidades; pero ante ellos y ante quienes los cometen no transijo en modo
alguno. Y ante la más mínima señal de consciencia y conducta deliberada, mi más
profundo y arraigado desprecio. Y estos son:
1. La falta de
empatía. A la cabeza.
Porque ponerse en el lugar de los demás cuando identificamos su sentir con
alguna experiencia propia es cosa fácil. Ya no lo es tanto cuando no estamos en
la misma onda o no actuaríamos de igual manera. O lo que es peor, al formular
eso de: ¡que aprenda! o ¡ya te lo advertí!
2. El daño
gratuito. Pasa este
por conseguir objetivos -mayores o menores-, aun a costa del bienestar ajeno,
sea este físico, psíquico o emotivo. Reside su gratuidad en la idea de que
podría ser fácilmente evitable, habitualmente con un pequeño gesto de
comprensión, desinterés y nobleza.
3. La incapacidad
de corresponder a los poseedores de un corazón bueno. Y como quien porta la espada de
Damocles, repartir a diestra y siniestra, indistintamente de si es la maldad
personificada o un ser noble -y justamente merecedor de otro trato- a quien
tenemos enfrente. Naturalmente, sobra decir que, siempre justificándose en
daños anteriormente padecidos, rencores sin resolver y resguardarse de que lo
hieran a uno.
4. Comerciar con
las emociones ajenas.
Tomarlas, servirse de ellas, sacarles el máximo rendimiento y desecharlas
cuando ya no interesan. Compraventa, al fin y al cabo.
5. El terrorismo
emocional. Y con ello
me refiero a aprovecharse en modo alguno de los sentimientos, las
vulnerabilidades y las bondades del otro, a fin de revalidar las carencias que
uno mismo es incapaz de subsanar y superar.
6. Pronunciar el
sentimiento de Amor en vano.
Anacrónico es el adjetivo más suave que se me ocurre para ello. Crueldad e
ignorancia emocional es lo que en verdad me sugiere tal actitud. El Amor
–fraternal, amistoso, de pareja…- es palabra mayúscula; ofrecerlo, prometerlo,
confesarlo… cuando no es tal, no es solo un acto de absoluta irresponsabilidad,
sino que debería traer como contrapartida la penitencia de no poder disfrutarlo
en un periodo de tiempo considerable.
7. La falta de
autocrítica para poder detectar y enmendar cualquiera de los pecados
anteriormente citados.
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