Cuando era pequeñita me parecía un lugar
precioso. Atrayente, brillante, reluciente. Un lugar que tarde o temprano, y
si ningún contratiempo me lo impedía, alcanzaría para tomar en él placentero
alojamiento. Un lugar donde, ya mujer, poder desarrollar mi vida adulta y
formar parte de esta sociedad que conformamos todos con ahínco. Algún día, si
hacía bien las cosas, podría ser parte de él. Y soñé. Soñé mucho y planeé. Así que hice todo lo
que se supone que ha de hacerse para que eso sucediera, poniendo ganas, tiempo,
esfuerzo y una buena dosis de mí misma, de esa que nunca se recupera porque se
invierte a fondo perdido a ver qué pasa. Contención y entrega para tocar aquello que realmente merece la pena. Y un día alcancé ese lugar ansiado. Era mayor. Miré a mi
alrededor y vi que ya estaba dentro. Con su deslumbrante e imponente figura
ejerciendo una imparable atracción a los de afuera y llena de docenas de ojos
orgullosos de quienes estábamos dentro. Al fin. Pero tras un considerable rato degustando el sabor de todo aquello, me acerqué a un extremo, al borde
del lugar, y vi que la columna en la que me apoyaba no era de majestuoso mármol ni de antiquísima piedra, ni siquiera un elemento natural, un árbol centenario frondoso delimitando el espacio en el que
me encontraba, sino que se trataba una barra metálica y plateada. Me enfrió al apoyarme en
ella. Observé un poco más y a su lado pude ver otra de idéntica forma y altura.
Y a su lado otra. Y después otra. Y entre todas y cada una de ellas pequeños
espacios entre los que a duras penas y haciendo un considerable esfuerzo podía
deslizarse una persona. Lo entendí entonces. Entendí en ese instante que ahí, en
el epicentro de mi vida, esta habría de convertirse en un nuevo proyecto
distinto al que siempre había perseguido y que no era otro que el de volver a
alcanzar el exterior de aquel espacio. Para siempre. (Y contigo).
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