MEMORIA

By María García Baranda - agosto 17, 2018


   



     Acabo de leer a Saramago diciéndonos que somos memoria de nosotros mismos. Y de los demás. Y que son nuestros cuerpos papel donde se escribe todo cuanto sucede. De repente me he imaginado a mí misma, desnuda ante el espejo y leyéndome la piel. Averiguando marcas, indelebles, que por más que me empeñe no habrán de irse nunca. Mi memoria….

   Tengo una guerra abierta a la memoria. La valoro, la ensalzo. Trabajo mi cabeza en un intento loco porque no se desgaste, por no perderla nunca y poder llegar a vieja con una buena dosis de materia engrasada que me diga quién soy y la que fui. Igual que todo el mundo. Tiendo a guardar con mimo imágenes selectas y de color tan fresco que bien podrían reflejar algo que ha sucedido hace un cuarto de hora. Los olores, la ropa que llevábamos puesta aquella tarde o el gesto que tenía cuando escuché esa voz. A priori no decido cuáles de esas escenas se quedarán en mí, nadie lo hace. O no conscientemente, porque también es cierto que es la mente recóndita, inconsciente, quien elige qué guarda y cuánto es lo que desecha. A veces por sentir, porque un momento dado arrastró consigo una nueva emoción, una punzada metálica y aguda, un golpe de verdad o un suspiro de alivio. Otros en cambio son…, no son nada especial. No lo parecen. Son días de diario, diariamente vividos, vividos sin pensar más allá de ese día normal. Pero perduran. Así que guardo ahí, como guardamos todos, en esa gran memoria que cuidamos con celo, detalles muy curiosos, de lo más variopinto e incluso hasta irrisorios. Pero quiero tenerlos junto a mí, quisiera conservarlos. Nadie quiere sentir que pierde los recuerdos que lo apuntalan a la base del suelo en el que habita. Sin embargo ya dije que hay una guerra ahí dentro, un cúmulo de viejas sensaciones que quisiera borrar con chasquear los dedos. No son caras, ni voces, pensamientos o ideas muy bien verbalizadas, ni siquiera ese impacto letal que cayó como un jarro de agua fría. Esos sí, por ahí andan, se pasean de un lado para otro de vez en cuando y ya. Pero no, no son esos. Son dolores y daños, momentos que mantienen pegado cierto sabor a azufre al fondo de la boca, cosas que no perdono aunque lo haya intentado y que habitan calladas en el rincón derecho de la segunda fila del undécimo estante de mi cabeza. Vivencias que aparqué, que dejé bien atrás y que entendí, pero que no perdono. Que me hicieron sentir tan pequeña, tan débil, tan usada, y tan poco visible que su eco se convirtió en rencor. Y el rencor en recuerdo. Y el recuerdo en un mantra de los de “no perdono”. Que no he sido capaz. No puedo perdonar. Ni a la vida, ni al cosmos, ni a la casualidad, ni a personas concretas determinados giros que dejaron en mí un regusto a amargura. Que me abrieron en dos o trajeron con ellos consecuencias oscuras.
  
   Paradójicamente la memoria me ha dado momentos muy brillantes, me ha reportado paz al recordarme la cara amable de la vida, la nobleza que habita en aquellos que un día conocí, su lado luminoso, el lado más humano. Y con ello, mis desmanes más feos y mis peores errores. La memoria me ha hecho firmar dos docenas de treguas para vivir tranquila. Y sin embargo, al tiempo que me aprendo el camino, que me hago más altruista,… al tiempo desaprendo. Paro y camino. Avanzo y retrocedo. Es la memoria,… que alguna que otra vez se me viste de luto riguroso para enseñarme que allí donde empecé a disculpar al resto, a entender, a encajar, a relativizar el mundo, justo ahí es que se encuentra un núcleo tormentoso que me impide borrar ciertos aromas que me avisan de aquello que causó más dolor y mantienen alerta mis sentidos. Será que es que no puedo no apretar bien los dientes ante peor faz de mi vida pasada. O será que no quiero.

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