Acabo de leer a Saramago diciéndonos que
somos memoria de nosotros mismos. Y de los demás. Y que son nuestros cuerpos papel
donde se escribe todo cuanto sucede. De repente me he imaginado a mí misma,
desnuda ante el espejo y leyéndome la piel. Averiguando marcas, indelebles, que
por más que me empeñe no habrán de irse nunca. Mi memoria….
Tengo una guerra abierta a la memoria. La
valoro, la ensalzo. Trabajo mi cabeza en un intento loco porque no se desgaste,
por no perderla nunca y poder llegar a vieja con una buena dosis de materia
engrasada que me diga quién soy y la que fui. Igual que todo el mundo. Tiendo a
guardar con mimo imágenes selectas y de color tan fresco que bien podrían
reflejar algo que ha sucedido hace un cuarto de hora. Los olores, la ropa que
llevábamos puesta aquella tarde o el gesto que tenía cuando escuché esa voz. A priori
no decido cuáles de esas escenas se quedarán en mí, nadie lo hace. O no
conscientemente, porque también es cierto que es la mente recóndita, inconsciente,
quien elige qué guarda y cuánto es lo que desecha. A veces por sentir, porque
un momento dado arrastró consigo una nueva emoción, una punzada metálica y
aguda, un golpe de verdad o un suspiro de alivio. Otros en cambio son…, no son
nada especial. No lo parecen. Son días de diario, diariamente vividos, vividos
sin pensar más allá de ese día normal. Pero perduran. Así que guardo ahí, como
guardamos todos, en esa gran memoria que cuidamos con celo, detalles muy
curiosos, de lo más variopinto e incluso hasta irrisorios. Pero quiero tenerlos
junto a mí, quisiera conservarlos. Nadie quiere sentir que pierde los recuerdos
que lo apuntalan a la base del suelo en el que habita. Sin embargo ya dije que
hay una guerra ahí dentro, un cúmulo de viejas sensaciones que quisiera borrar
con chasquear los dedos. No son caras, ni voces, pensamientos o ideas muy bien
verbalizadas, ni siquiera ese impacto letal que cayó como un jarro de agua fría.
Esos sí, por ahí andan, se pasean de un lado para otro de vez en cuando y ya. Pero
no, no son esos. Son dolores y daños, momentos que mantienen pegado cierto
sabor a azufre al fondo de la boca, cosas que no perdono aunque lo haya
intentado y que habitan calladas en el rincón derecho de la segunda fila del
undécimo estante de mi cabeza. Vivencias que aparqué, que dejé bien atrás y que
entendí, pero que no perdono. Que me hicieron sentir tan pequeña, tan débil,
tan usada, y tan poco visible que su eco se convirtió en rencor. Y el rencor en
recuerdo. Y el recuerdo en un mantra de los de “no perdono”. Que no he sido
capaz. No puedo perdonar. Ni a la vida, ni al cosmos, ni a la casualidad, ni a
personas concretas determinados giros que dejaron en mí un regusto a amargura. Que
me abrieron en dos o trajeron con ellos consecuencias oscuras.
Paradójicamente la memoria me ha dado
momentos muy brillantes, me ha reportado paz al recordarme la cara amable de la
vida, la nobleza que habita en aquellos que un día conocí, su lado luminoso, el
lado más humano. Y con ello, mis desmanes más feos y mis peores errores. La
memoria me ha hecho firmar dos docenas de treguas para vivir tranquila. Y sin
embargo, al tiempo que me aprendo el camino, que me hago más altruista,… al
tiempo desaprendo. Paro y camino. Avanzo y retrocedo. Es la memoria,… que alguna
que otra vez se me viste de luto riguroso para enseñarme que allí donde empecé
a disculpar al resto, a entender, a encajar, a relativizar el mundo, justo ahí
es que se encuentra un núcleo tormentoso que me impide borrar ciertos aromas
que me avisan de aquello que causó más dolor y mantienen alerta mis sentidos. Será
que es que no puedo no apretar bien los dientes ante peor faz de mi vida
pasada. O será que no quiero.
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