Prepárense con aplomo y con calma
para lo que van a leer. Lo que aquí ofrezco no es una historia de ficción. No
es parte de una novela comercial, ni un
relato al uso con el objeto de captar la atención de algún lector desmotivado,
aunque ávido de encontrar un par de líneas con las que amenizar su trayecto a
casa en autobús. Tampoco es una carta. No hay remitente en ella; o al menos no
ya. Y desde luego no es una biografía, pues no es precisamente vida lo que
exudan estas líneas, sino justa y precisamente lo opuesto.
Primera parte
Iré al grano. Comenzaré por confesar
que fui asesinada. Cruda, cruel y certeramente asesinada. Y les desvelo más. Fui
la víctima de un asesinato múltiple. Pero no, no me interpreten mal. No me
refiero con ello a que, además de a mí, se privara paralelamente de vida a
otros seres, sino a que de manera repetida, con las más variadas fórmulas e
instrumentos, imperceptibles unos y vehementes otros, múltiplemente se me fue
arrebatando la existencia hasta agotarla por completo.
A decir verdad, hubo ocasiones en las
que apenas percibí esos ataques, pues, por lo que después averigüé, en esas
situaciones concretas se me habían administrado las más discretas drogas con el
fin de aletargar mis sentidos. Eso, como es natural, provocaba que mi
percepción se desvaneciera súbitamente. Al despertar de aquel estado, tan solo
era consciente de haber estado adormecida durante un número indeterminado de
días, semanas, meses, o años… Notaba un espeso aturdimiento y la continua
necesidad de prolongar el sueño. Mi cuerpo solo pedía seguir durmiendo. Sin
fuerzas, sin ganas, sin hambre, pero sí con una enorme sed. Pasado el tiempo,
olvidaba lo ocurrido. O tal vez una parte de mi mente decidía no prestar más
atención a aquellos acontecimientos. Simplemente seguía adelante, pero con mi organismo
y mi espíritu debilitados, acaso enfermos.
Otras veces puedo asegurar que fui
plenamente consciente de ser la destinataria de un atentado dirigido a acabar
con mi vida. Siempre que pude y lo vi venir me defendí con uñas y dientes.
Grité, denuncié, busqué ayuda y me enfrenté con valentía a quien se disponía a
asestarme el golpe mortal. En alguno de los lances tuve éxito…, pero por
desgracia eso no sucedió siempre. Pues aquel que se dirige a un blanco
estudiado, escrutando al microscopio cada milímetro de su víctima, aquel que
trabaja a largo plazo y sin prisa, enfocado en lograr su objetivo, ese no yerra
el golpe.
Así que, en efecto, fui asesinada en
múltiples ocasiones. O quizás fue poco a poco, porque observándome ante el
espejo, pude apreciar con nitidez las huellas de la ponzoña que habría de
intoxicarme lenta y paulatinamente. Envenenada, sí. Pero no solamente, porque ya
les conté que, simultáneamente, sobre mi cuerpo y mente se ejerció violencia. Y
después de un tiempo, finalmente una mañana descubrí que, cuidadosamente
esparcidas por mi piel, se hallaban las señales de la hoja afilada de lo que
podría ser un certero bisturí. Como resultado, mi cuerpo se había desangrado hasta
convertirme en un rostro de una palidez lunática. Vaciado. Sin brillo, sin luz,
sin la azulada sombra de una sola vena ni una leve área sonrojada por el flujo
sanguíneo. Nada. Desangrada hasta morir y tras de mí un reguero espeso e
interminable de la que en otro momento era la sangre que me había mantenido en
pie. Y sin embargo, incomprensiblemente, mis sentidos, mi cerebro, se
encontraban en plenas facultades. Tantas como para saber lo que me había ido
sucediendo y que, sin un solo ápice de duda, era el producto de un acto
premeditado y criminal. Ese fue el día en el que supe con certeza que había
sido asesinada. Y ese fue el día en el que me decidí a no cejar en el empeño de
averiguar hasta la última pista que me llevara encajar todas y cada una de las
piezas de aquel rompecabezas…
Segunda parte
No quisiera edulcorar mis actos y que
ustedes pensaran que me puse de inmediato manos a la obra. No fui tan valiente,
ni fui capaz de reaccionar tan pronto. Y en absoluto tuve la sangre fría
–recuerden que de hecho, ya no me quedaba sangre–, para elaborar un plan
urgente que ajusticiara a los culpables y me hiciera entender mi precipitado
final. No recuerdo ningún otro sentimiento más agrio que el tener la
consciencia de mi propia muerte; y menos aún que el de averiguar que no se había
debido a un proceso natural, sino a la mano de otro u otros seres tan
miserables como para arrancarme de este espacio en que habitamos. Hube de esperar
unos cuantos meses hasta ser capaz de asumir mi muerte y de centrar mi cabeza
en elaborar un modus operandi efectivo. Y comencé por esbozar la silueta de mis
heridas, tratando de recordar cuándo y cómo se inició mi malestar, y con ello a
repasar quiénes se encontraban a mi alrededor por aquel entonces.
El origen de todo aquello pude
situarlo en una primera impresión de letargo, de haber sido pausada por una
mano desconocida y omnipotente, congelada en el espacio tiempo. A a
consecuencia de ello una parte de la mujer que era en aquel entonces se volatilizó.
Mientras dormía sin hora, dejé una parte de mí entre las sábanas. Dejé de
escribir, de crear y de creer. Dejé de besar, de sentirme ingeniosa o de verme
guapa. Dejé de experimentar ilusión y dejé de proyectar nuevas y frescas metas,
salvo aquellas que se encerraban entre las cuatro paredes de la rutina que
tenía asimilada, y en la que me sentía como pez en el agua. Dejé de sonreír y
perdí casi por completo mi sentido del humor. Ya se lo dije… sin fuerzas, sin
ganas, sin hambre. Sin fuerzas para protestar. Sin ganas de salir de donde
estaba. Sin hambre de nuevas andaduras. Pero sí con una enorme sed. Sed de
volver a sentir otra vez que todo un mundo de cosas por hacer me esperaba al
otro lado de la puerta. Una sed tan áspera que me ajaba labios y boca. Y que
sin embargo, no era capaz de aplacar. Me habían envenenado de rutina con una
sustancia tan nociva e invasiva como para olvidarme de todo y de mí misma. Un
año, un lustro, una década… y más.
No fue lo único, porque tras ello llegó
toda suerte de embestidas. En aquel estado, pueden imaginar que apenas pude
reaccionar a acometida alguna. Mis mermados reflejos me impidieron prever
algunas de ellas; mis sentidos adormecidos me provocaron unas respuestas tan
insuficientes como inútiles. Es cierto que, una vez recibidas, traté de
rebelarme o protestar ante cada agresión, naturalmente, pero de igual modo me alcanzaron
de lleno. Y así, hubo un golpe seco y único de los que parecen quebrarte la
espalda en dos mitades. El escozor de un latigazo que dejó para siempre sus
colas marcadas en mi piel. Oídos que retumbaron y dolieron durante días tras
una sonora bofetada. Y más... Todos ellos presentes en las formas más variadas
e impredecibles: El logro no alcanzado y tildado de capricho para que, agotadas
las ilusiones, sucumbiera en mi batalla. La desgana incrustada en el aire,
convirtiendo cada día en una jornada interminable de tristeza. La confesión en
frío de lo no imaginado; demasiadas veces, saliendo de distintas bocas y en
momentos vitales absolutamente diferentes. Y esas prácticas turbias,
pronunciadas tal vez para limpiar conciencias. Ajenas; no la mía. La pérdida de
fe una y cien veces; en distintas ciudades,
en distintos países; con distintos rostros; en distintas vidas. Una y
otra vez, hasta consumirme. Así ocurrió, golpes que uno a uno me mataron. Algún
día de abril, un mes de marzo, de noviembre o de junio… Que poco importa ya. Lo
cierto es una noche aparecí en el suelo desangrada, como les conté antes.
Alguien dio con mi cuerpo. O a lo mejor fui yo…
Tercera parte
Así como describo fui asesinada. Sin
más. Sin menos. Ya ha pasado tiempo desde entonces; tiempo que, como les decía,
empleé en recobrarme del horror y en concentrarme en mis pesquisas para tratar
de dar algún sentido a semejante aberración. He de rebelarles que alcancé mi
objetivo. Hallé a los culpables, uno por uno. Les puse cara, cuerpo y voz. Los
miré a los ojos y los desenmascaré.
Seguramente se preguntarán cuál es el
aspecto de un asesino, si son estos, seres con rostro de psicópata, mirada
opaca y perdida…; o si por el contrario son gentes de las que pasan
desapercibidas, encogidos y huidizos, y rictus de resentimiento con la vida.
Pues para su sorpresa, me siento en disposición de afirmar que no ha de
corresponder a ninguna de las dos descripciones anteriores. Eso puedo asegurárselo
ahora que lo he vivido en primerísima persona. Por lo que a mi crimen se
refiere, su apariencia no fue en absoluto identificable ni fácil de relacionar
en un contexto delictivo. Se trató de homicidas cotidianos. Y…, les advierto…,
prepárense de nuevo para lo que les desvelo a continuación: ni siquiera se
trató de seres humanos. No lo fueron. Ninguno de ellos. Mis asesinos adquirieron
figuras vitales, pero no humanas. Desconciertos, decepciones, disgustos o
tragedias a veces, contrariedades otras. Planes no terminados, proyectos no
natos, rupturas, muertes… La propia vida con cada una de sus escenas y
capítulos.
No quisiera desconcertarles,
permítanme continuar y aclarar de una vez por todas lo acontecido. No me mató
la vida, mi vida fue rica y satisfactoria. Una vida plena de matices y belleza.
Tampoco sesgó mi existencia ninguno de los seres que me acompañaron a lo largo
de los años. Ellos son damnificados de sus propios golpes, víctimas de sus
propios asesinatos y, al igual que yo, en
la búsqueda de sus culpables. Lo que a mí me mató fue mi propia actitud en gran
parte de esas ocasiones vitales. Mi capacidad de reacción, mi gestión de lo
vivido, mi tolerancia o intolerancia, mi aceptación o mis decisiones. Así que,
con el propósito de hacer justicia, una justicia límpida e impoluta, he de reconsiderar
el término aplicado a mi propia muerte. No sería preciso tildarla pues de asesinato,
sino que la nomenclatura exacta más bien sería la de suicidio. Un suicidio asistido.
Pero suicidio al fin y al cabo.
Epílogo
No creo hoy que haya nada de malo en
suicidarse unas cuantas veces en la vida. Creo firmemente además que se trata
de un acto del todo necesario, imprescindible. Caer, deshacerse en virutas,
rearmarse y… volver. Una señal de progreso y crecimiento, de aprendizaje y… de
humanidad. Contradictoriamente, paradójicamente, se trata de vivir. Y por lo
que a mí respecta, asesinada o no, yo sigo viva. Intensamente viva. Una y mil
veces.
1 comentarios
y por fin..... ¡Chapó!
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