Un
único método me satisface de veras ya a la hora de tomar decisiones: escuchar a
mi instinto, sin más ruido, y centrarme en lo que realmente me apetece vivir. El
poder elegir algo sólo porque me hace feliz. El verbo apetecer pudiera parecer una
frivolidad, pero no encuentro hoy día emoción más honesta ni más plena de
sentido; entre tanto egoísmo, entre tanto sentimiento de plástico, entre tanto
contrato forzado, entre tanta actuación de conveniencia… Ese método en
apariencia tan básico nada tiene que ver con el capricho, sino con aprovechar
mi energía y mi tiempo en aquello que convierte mis días en apacibles y no permite que me hunda en el barro. Hacia eso voy, por difícil que sea en ocasiones
desprenderme del ancla y quedarme desnuda ante la gente. Moverme en el sentido
contrario, elegir ensordeciendo lo que mis deseos vitales me gritan desde
dentro, me provoca una tremenda inquietud y un nigérrimo desasosiego. Una carga
que no puedo soportar. No ya por lo pesada que pudiera resultar la tarea resultante,
ni tampoco por el miedo a equivocarme en dicha elección, sino porque mucho
antes de llegar a esa fase, a ese cruce de caminos del qué hacer, visualizo
con cristalina certeza que he atravesado el puente dejando atrás lo que de
verdad me hace sentir satisfecha. Y no estoy dispuesta a volver la cabeza
dentro de un tiempo y ver que he quemado mi vida.
Así
que ahora cubro el expediente justo que un ser racional, reflexivo e
inteligente ha de completar mínimamente: revisar los pros y los contras con
distancia y repasar sin afectación los beneficios y riesgos de hacer esto o lo
otro. Pero sobre todo me aparto igualmente de los deberes no asumidos con sincero
sentimiento. No contemplo el llevar a cabo ninguna empresa personal ni
profesional por compromiso hacia nadie ni hacia nada, si solo con pensar en ello
me apago levemente y va a hacerme desear estar en otro lugar o haciendo
cualquier otra cosa siquiera fugazmente. Tampoco tiene cabida esa responsabilidad
abnegada que siempre queda bien en todas partes, ni mucho menos la culpa -en el
más agrio sentido judeocristiano- que aboca a procurar complacencia o comodidad
en otros, cuando dicho bienestar no brota libre.
Hacer
las paces con cada elección enfrentada se me antoja ahora fundamental. Tanto
que, al firmar el armisticio, las obligaciones se transfiguran en satisfactorios
pasos adelante tomados desde lo más auténtico de mí misma. Y si aparece la
menor duda, entonces paro y me pregunto: ¿realmente me apetece vivir eso? La
respuesta no falla, y en un gesto limpio y sencillo la soga de la deslealtad a
una misma desata su nudo a manos del método de escuchar a mi instinto.
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