¿Qué
es lo que siempre me ha mantenido cuerda en la locura, lo que me ha permitido
sacar la cabeza a la superficie cuando el agua me llegaba al cuello y el
cansancio cerraba mis ojos en una especie de narcotización (in)voluntaria? La
ilusión proyectada al futuro. Eso. El hambre por dar un paso de vida más, aunque
en ese momento me flaqueasen las fuerzas y se me doblaran las rodillas. Un “he
de hacer…” que identifico perpetuo en mi mente desde que era una niña y que
aún hoy me acompaña. Podría ser ambición, acaso esperanza, tal vez ganas de enseñarme y ofrecer al mundo mi propio sabor de él…; pero, sea lo que sea, si miro, en silencio, hacia mi interior siempre aparecen unos cuantos gramos de futuro en forma de un
proyecto vital y esencial que yo bien sé que está por nacer. Ese que siento que,
con toda seguridad -la débil y efímera seguridad con la que la vida contrae
deudas con lo venidero- acabaré realizando. Y no siempre le he visto la misma
cara, ni ha contado con la misma edad. Pero siempre ha existido la certeza de que
hay algo allí delante, algo brotado de mí misma y fascinador, que me llena los
días y me roba -con gusto- mi energía. Siempre. Siempre he tenido futuro, hasta
en los momentos en los que era consciente de que mañana puede que ya no esté aquí.
Y del mismo modo en todo momento he sabido que sin eso… nada. Consciente de que
mi vida realmente se apagaría el día en el que ese fuego de ilusión por lo que
aún me queda por hacer y está por llegar se extinguiera.
Y es,
en efecto, la emoción de un futuro cambiante lo que nos mantiene sanos en la
tormenta. La vida misma la que nos aferra a la vida, paradójicamente. Ese reloj
que continúa dando la hora y nos recuerda que aún habrá de girar unas cuantas
docenas de veces más.
0 comentarios