Habitualmente, cuando escribimos codificamos
deliberadamente nuestras palabras de forma que el papel preserve nuestra
intimidad y nos proteja de pudores. Nos resguardamos detrás de matices y
sutilezas en un decir sin decir porque, aunque no nos atrevemos, lo que en
realidad nos encantaría es contar a los cuatro vientos lo que llevamos por
dentro y desahogarnos. Y en tal proceso solo aquellos que nos acompañan a
diario y nos conocen cada mueca son capaces de intuir o incluso descifrar con
exactitud lo que se esconde detrás de dichas letras: temor, esperanza, dolor,
alegría, resentimiento, ilusión, frustración, entusiasmo, ansiedad, euforia,
desgarro…
El caso es que no sé por qué extraña razón he comenzado a
escribir esto sin sentir el más nimio recato por hablar abiertamente de mis
pensamientos y sentimientos más íntimos. Ni tan siquiera el hecho de que este
retrato quede suspendido en el aire y al alcance de cualquiera me disuade, por
lo que allá vamos.
Primera impresión: Somos animales de costumbres.
Cuando nos llega la primera vivencia sentimental adoptamos por pura
inexperiencia un rol a ciegas. En ese momento del primer enamoramiento la
inconsciencia y condición de noveles hacen que descuidemos el aprendizaje
mental de esa nueva faceta y nos ocupemos casi en exclusiva de sentirlo
intensamente. De ahí que se diga que los amores de juventud son los más
profundos, pero lo que sucede es que la balanza cae del lado emocional en
detrimento de nuestra racionalización del asunto. Se trata este de un momento
clave, seguramente esencial, dado que ahí comenzamos un camino de difícil
retorno en el que vamos adquiriendo una serie de comportamientos que irán
conformando el tipo de pareja que somos. En mi caso –sospecho, por el hecho de
haberme sentido ya desde niña muy querida-, adopté un personaje sin
protecciones, volcándome intensamente en cada vivencia, pero con una doble
actuación: por un lado, como sufridora de todos aquellos desmanes que me
hubiera de procurar el amor; por el otro, y a consecuencia directa del
anterior, como alma reivindicativa de cualquier clase de carencia amorosa,
injusta a mi devota entrega. Como resultado: insatisfacción, pues me encontraba
siempre peleando y con la sensación de que el contrario -y fíjense que digo el
contrario-, no sentía por mí lo mismo que yo por él. (Paparruchas). Cuando te
introduces en esa espiral venenosa resulta tremendamente espinoso salir de
ella, asilarse y, de forma objetiva, realizar una autocrítica con aquello que
nos provocamos de forma tan nociva. Tras ello, y ya en el seno de una relación
de pareja estable, los rasgos de dicho carácter se acentúan y reafirman. Y ahí
sí que no perder la perspectiva se convierte en una labor titánica, pues
llegamos a desarrollar una inoportuna memoria de pez respecto a lo que nos
perjudica de dicha relación. Es el momento de enganche a lo que sabemos que no
nos hace felices y en completa inconsciencia nos vemos dentro de una relación
tóxica estirada al máximo en el tiempo.
Segunda impresión: todos somos potencialmente
adictos. En efecto, el apego al papel de víctima amorosa se enquista en tu
mente sin que te des apenas cuenta. Amor tras amor comienzas a buscar el baúl
de los defectos de la relación compartida, prestando una infinita atención a
aquello que no se te da frente a lo que se te ofrece sin condiciones. O puede
darse el caso de estés en lo cierto y esa persona no corresponda a tu concepto
del amor.
Por mi parte, he experimentado la sensación de saber a
ciencia cierta y desde el principio que la forma en que el otro tenía de
quererme o de expresarme su amor difería radicalmente del mío. Sin embargo, en
una lucha sin cuartel me dejé la sangre en el intento de que algo –no sabía muy
bien el qué- cambiase entre ambos. Lo más suave que se me ocurre decir ahora al
respecto de tal estúpido empeño es que es agotador, porque estiré en el tiempo
lo que tenía una muerte anunciada y gasté mis días, mis meses y mis años en
perseguir un imposible.
Sea como sea, si atraviesas un bosque con tal tipología
de vegetación, puedes asumir que ahora es algo tangible: sufres,
definitivamente, de adicción a los amores tóxicos.
Tercera impresión: el proceso de desintoxicación
es posible. Abandonar el mencionado comportamiento de amante suicida no es
una quimera. Tal punto llega el día que eres capaz de abstraerte a los
lamentos, de saber que puedes vivir individualmente sin que sea una tragedia,
de poner en el primer estante todo lo bueno que hay en ti, y así como de comprender
que, ya que no hay dos seres idénticos, no hay dos formas iguales de vivir el
amor. Y esa asimilación no es el destino final, sino la vía de obtener la
serenidad tal como para plantearte que no estarás nunca más dispuesto a aceptar
una relación que no te haga sentir en plenitud y sintonía con tu mundo
emocional. Se acabaron los venenos con alas de Cupido.
Puedo decir con orgullo que he alcanzado tal estadio y
que me han entregado el carné de rehabilitada. Sé que no quiero conformarme con
sucedáneos ni volver a alojarme en el reproche, porque si este llega en tamaño
y forma que se coma a bocados mi autonomía, la consiguiente despedida saldrá de
mi boca en menos que canta un gallo. No voy a ser en absoluto modesta al
afirmar que, a pesar de las múltiples equivocaciones que cometo y seguramente
cometeré, yo sí sé querer y hacer sentirse amado a quien me acompaña. En estas
cuestiones no me cabe el orgullo, las medias tintas, ni las venganzas. Y
paralelamente creo tan solo en dos opciones cerradas: sí o no. Por esa
misma razón el compañero de vida que lleve a mi lado habrá de poseer un rasgo
elemental: ser capaz de pronunciar, con actos, ojos, cuerpo y labios, un “te
quiero” que me haga temblar de pies de cabeza. ¡Ah!... y sin rasgarse las
vestiduras, ni sentirse vulnerable por ello. Ese…, ese se llevará
incondicionalmente mi corazón.
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