Yo no sé si las historias tienden a repetirse en cíclicas
costumbres. Desconozco si el ser humano cojea siempre de la misma pata y si,
una y otra vez, cae sin remedio del mismo lado, desgastado este a fuerza de
erosiones, raído por los mordiscos padecidos.
Me
gusta pensar que no es así, que cada ser es el reflejo de una luna creciente
que abandona a su paso, lento y calmado, las fases que eclipsaron sus
ganas. Tiendo a abandonar la idea en una mezcla de idealismo entusiasta, salto
de fe inconsciente e instinto de supervivencia del alma.
Y, sin embargo, las piedras del pasado me mantienen
alerta. La mente continúa encendida y protectora de un corazón tendente a los
suicidios. De vez en cuando le gana la batalla a quien siempre se coloca al
mando de un ejército sin escudos. Y no bajo la guardia, aunque la esconda. No
pierdo facultades en sacar conclusiones, en intuir finísimos movimientos de un
juego de ajedrez sin tableros definidos.
No es fruto esto del temor ni el recelo. No se nutre tal
acto de una deliberada ausencia de confianza. No es buscado. Es encontrado y
colocado silenciosamente entre mis dedos, cuando no miro a ellos. Presenta la
sólida apariencia de la nieve cuajada, límpida y cegadora. Pero al contacto de
mis cálidas manos, comienza a rezumar y a reducir volumen, perdiendo en el
camino su blancor inicial, manchado así su aspecto con los grises reflejos que
observo resignada. No lo provoco yo, no quisiera jamás que tal cosa ocurriera,
pero sucede a manos de quien tinta de ingenuo un corazón caliente. Error de
cálculo.
En efecto, se firma en mi interior un pacto de no
agresión. Es mi corazón quien me marca los ritmos que diseñan mi vida. Y es mi
mente quien me mantiene a salvo de una muerte sangrienta. Inclino con respeto
mi cabeza ante ella y me disculpo por las veces que la niego.
Y le aconsejo al mundo: no subestimen nunca a un
ser que ama por encima de todo, porque tal capacidad se sustenta en un largo
camino de potentes pensamientos.
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