ENTENDER EL AMOR

By María García Baranda - diciembre 22, 2015



Hace mucho, mucho tiempo, en un país muy, muy lejano… ¡me di cuenta de que lo que estaba leyendo era un cuento de hadas en el que el príncipe rescataba a la princesa o la princesa cautivaba al príncipe!!!! ¡Vete tú a saber!

De todos es sabido que los cuentos de hadas de materia amorosa son de hoja caduca. Embelesan como la mejor de las drogas y sacian como el mejor de los dulces, pero su edad es demasiado tierna y su frescura comienza a marchitarse pasado un tiempo no muy amplio. Ya me fastidia el asunto, pero sé que es así. Me encanta la sensación provocada por el enamoramiento, no voy a negarlo. Soy absolutamente adicta a ese vivir en las nubes de no se sabe qué cielo y al cosquilleo de las mariposas en el estómago. Adulta como soy y mujer de estos tiempos sigo sucumbiendo ante escenas en las que el chico va a buscar a la chica quién sabe dónde y frente a todos le ofrece su amor más absoluto para terminar sellándolo con un beso. Pero tras eso, junto a eso, y como base admiro algo mucho más grande. La edad no me ha eliminado ese deleite, pero juro que ha engrandecido mi concepto del amor hasta unas cotas difícilmente medibles. Tardé en darme cuenta, bien es cierto. Soy una romántica empedernida y durante años y años me resistí a la pérdida de esa sensación idílica a la que anteriormente hacía referencia. Me revolvía pensando que si dicho momento se evaporaba, el amor se había marchado de un seco portazo y a la francesa. Pero no. Me equivocaba de medio a medio y solo me di cuenta de ello con el pasar de los años y una vez que fui consciente de las marcas que dejaba a su paso. Hubo un punto de inflexión, eso también he de admitirlo, y tras él aprendí que amar a alguien requiere de un notabilísimo ejercicio de generosidad. Y eso es todo. ¿Simple? Veamos.

Hay en el amor una tendencia habitualmente repetida a asociarlo con la necesidad de esa persona. Discrepo en cierta manera. Naturalmente que cuando queremos a una persona, más aún cuando la amamos profundamente, generamos la necesidad de estar junto a ella la mayor parte del tiempo posible. Sin embargo, ¡ojo!, porque el peligro de hacer el camino inverso acecha traicioneramente y corremos el riesgo de quererla por la necesidad de su presencia en nuestras vidas. Justo al revés. Hay además asociado otro peligro aún mayor y es el de la dependencia: solo si permanece a nuestro lado de forma constante nos sentiremos amatoriamente satisfechos. Ya la hemos fastidiado, porque desde ese preciso instante estamos depositando sobre sus hombros una pesada carga que solo a nosotros compete: completarnos a nosotros mismos. Nadie, absolutamente nadie ha de volcar en otra persona la responsabilidad de cubrir nuestras carencias. El lograr completarnos, como digo, es parte de un trabajo personal e individual que iremos alcanzando con el paso del tiempo, las experiencias vividas y la obligada reflexión de cada una de ellas. Y lo lograremos, ya lo creo que sí, pero es una tarea que –creo- nunca acaba, por cuanto se retroalimenta de cada soplo de vida que exhalamos. Por lo tanto, amar no es necesitar –por más que necesitemos amar para vivir-, sino elegir libremente a un compañero de vida, si nuestra fórmula ideal ahí radica. Y al hacerlo será tal elección llevada a cabo por un acto  de preferencia, esto es, por aquello que valoramos en ella misma, por quién es y por las cualidades que en ella observamos, y nunca basándonos únicamente en aquello que nos aporta.

Por otro lado, llegué asimismo a la conclusión de que el amor conlleva una labor de comunicación en la que se ha de estar dispuesto a decir y a escuchar sin límites. No quiero decir con ello que cada palabra que salga de nuestra boca ha de hacerlo sin filtrar, sin pensar si puede o no resultar hiriente para el que nos escucha, sino que más bien me viene a la cabeza la idea de que quien ocupa la posición de escucha ha de apuntalarse bien al suelo para poder aguantar la marea de los sentimientos más íntimos que le va a ofrecer su interlocutor. Ese ejercicio de empatía pasará indudablemente por una tarea doble: no juzgar ni minusvalorar el pensamiento o sentir ajeno y no ser en extremo susceptible a sus palabras, cuando estas no nos resultan del todo fáciles de encajar. Eso es a mi modo de ver una escucha abierta y sincera, basada en un marcado esfuerzo por comprender al otro. De lograrlo, la complicidad entre ambos será mayúscula, no me cabe duda, y siempre en potencial crecimiento.

Mi tercer vértice del triángulo pasa por el empeño de contribuir a la mejora personal de quien amamos. Y esto, aunque así descrito y a priori no lo parezca, sí que es difícil. Aquí sí que hemos de dar el todo por el todo en cuanto a generosidad se refiere, porque puede a veces darse incluso el caso de que debamos dejar volar a quien queremos. No necesariamente me refiero a un adiós absoluto, aunque así sea en ocasiones, sino a llegar a entender determinadas fases de relativo alejamiento emocional, de duda o de inseguridad; siempre y cuando no supongan una brecha bien marcada, naturalmente, pero creo que eso se detecta, ¿verdad? Y si fuese ese el caso, si estuviésemos frente a una despedida definitiva, no olvidarnos de que querer a alguien es comprender que es libre para buscar su propia felicidad, aun lejos de nosotros. No obstante, independientemente de tal caso extremo, con el concepto de contribución a la mejora del otro me estoy refiriendo a nuestro apoyo para que persona se sienta íntimamente un poquito más fuerte, más válida y capaz de superar sus flaquezas, aunque eso requiera ceder parte de nuestro terreno. Ya sé que a todos nos encanta esa idea de ser rescatadores de almas y de corazones, y no niego que un pequeño porcentaje de ello hay cuando nos enamoramos, pero no deberíamos dejar que esa idea se nos subiese a la cabeza. Un pequeño empujoncito, sí, pero el camino ha de hacerlo cada uno por sí mismo. Podremos estar a su lado, pero no hacerle creer que somos su colchón por si cae, ya que de ese modo no se esforzará por mantenerse en el aire y le habremos boicoteado su labor.

Y así entiendo yo el amor a mis años: evitar la dependencia enfermiza, la escucha abierta y algo de altruismo desinteresado. Naturalmente este triple combinado necesita de ausencia de rencor, control del reproche y de la exigencia desmedida y eliminación del sentido de pertenencia. Visto así parece de manual, ya lo sé. Y sé que no es común ni fácil de hallar. ¡Ojalá! Es un regalo si llega, de hecho. Pero, la edad me ha hecho apearme del burro y comprender que amar a alguien requiere de esa receta. Podría destilarla en un principio básico además: de entre todo cuánto me rodea, te prefiero a ti.




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