Ying
o yang, cara o cruz, pros o contras, bueno o malo, adecuado o inadecuado,
positivo o negativo, cómodo o incómodo, izquierda o derecha, protón o neutrón,…
podría seguir la lista de contrastes y opuestos hasta llenar páginas con ella o
caer dormida, lo que antes sucediera. La cuestión es la siguiente: ¿consiste
esta vida en una elección constante? Naturalmente que sí. Si descartamos esa
idea de que tenemos marcado de antemano lo que habrá de ocurrirnos, es porque
nos decantamos por esa otra de que se trata de ir tomando distintos caminos que
nos lleven a nuestros objetivos y, por tanto, de elegir. Así que, seamos
consecuentes.
En
efecto, todo, absolutamente todo lo que hacemos consiste en optar entre las
distintas posibilidades que se nos ofrecen para avanzar. Porque haberlas,
haylas, y en determinados momentos de la vida el asunto parece tratarse de
cuestión de vida o muerte: avanzar o anclarse. Matizo un poco más: quedarse a
vivir en el pasado o darse la posibilidad de construir un futuro. Y no hay más
vuelta de hoja. Hay un tiempo para pensárselo, un periodo prudencial para tomar
aire, prepararse por dentro y considerar todas las variables, pero después de
eso o saltas o te condenas a quedarte para siempre al borde del precipicio. Por
lo tanto, estamos de nuevo ante una elección: ser valiente o no serlo. Ya lo decía Shakespeare: Ser o no ser; To be or not to
be. Sin piedad y sin paños calientes diré que no es otra
cosa que la de lamentarse eternamente o hacer algo para ser feliz. Si elegimos
la segunda opción, variar nuestra vida y desprendernos de lo negativo, es porque
realmente pretendemos alcanzar la plenitud y por lo tanto nos habremos hartado
de lamentarnos de nosotros mismos. Conlleva aceptación, desde luego. Si
elegimos en cambio la primera opción, será porque nos hemos enganchado a esa
viciosa acción de lamernos las heridas y autocompadecernos. Muy respetable, sí,
pero ¡ojito!: se acabaron las quejas, pues si tan profundas son, habremos hacer
algo por cambiar aquello que nos atormenta. Lo siento en el alma, pero en
ocasiones muy contadas, se me agota la comprensión –aunque sea temporalmente- y
me vuelvo absolutamente implacable en mis respuestas. ¿No te gusta cómo vives o
cómo te sientes? Cámbialo y deja de llorar por los rincones más allá del tiempo
razonable para pasar tu duelo.
Volviendo
al tema inicial pues y habiendo dejado clara mi posición a cerca de la
importancia de tomar elecciones en la vida, me planteo otra cuestión: sobre qué
aspectos se puede elegir y sobre cuáles no es adecuada tal consideración.
Podríamos pensar que se puede elegir -siempre partiendo de que las
circunstancias no nos lo impiden-, dónde vivimos, a qué nos dedicamos, si
estudiamos o no tal o cual asunto,…e incluso a las personas con las que nos
compartimos. Pero ¡alto!, paremos un momento en seco y volvamos sobre esto
último: elegiremos a las personas de las que nos rodearemos. Según y cómo,
mucho cuidado. Es este un asunto de peso, de suprema importancia, inevitable y
necesario. Pero no nos equivoquemos con los criterios aplicados, pues
determinados aspectos podrían resultar del todo frívolos y convertirían nuestra
acción en una compra de mercadillo. Más altas o más bajas, más listas o menos
listas, económicamente más boyantes o menos boyantes, más cercanas o más lejanas,
más guapas o menos guapas, etc, etc… Etiquetas que dicen más bien poco de la
consideración que tenemos de las personas en cuestión, pero sobre todo de
nosotros mismos cuando nos estamos dejando llevar por esos caracteres. Algo no
marcha en tal caso, hemos perdido la perspectiva y deberíamos dar tres o cuatro
pasos atrás y replantearnos el asunto de raíz. Las personas con las que nos compartimos
deberían estar siempre elegidas en virtud de sus cualidades más auténticas, por
supuesto, pero sobre todo, de las posibilidades que tengan de hacernos
verdaderamente felices y de dejarse hacer felices por nosotros, de ofrecernos
una vida plena y desprendida, de querernos sin interés alguno, de conectar mutuamente a todos los niveles y de proyectar
caminos comunes. Lo demás son arrebatos adolescentes más propios de la elección
de unas zapatillas deportivas que de la de un amigo de verdad, un cómplice o
confidente o, más aún, de un buen amor. Arrebatos alimentados por el miedo más
absoluto de avanzar hacia lo desconocido atravesando calles y plazas que no
sabemos hacia donde van, así como por la tendencia suicida y cómoda al mismo
tiempo de mirar a la retaguardia porque aquello ya sabemos de qué va, aunque haya
ido de mil demonios. ¿Más vale lo malo conocido? Por mi parte no. Por lo que a
mí respecta, más vale lo bueno por conocer. Pero eso es cuestión de opiniones.
NOTA DE LA
AUTORA: Hay asuntos, días concretos, momentos específicos en los que o dejo
salir duramente mis ideas o se me enquistan inevitablemente; aunque suenen a tirón de orejas. Que ya somos
mayorcitos.
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