Me encuentro en un momento de mi vida en el que me escasea la paciencia para temas absurdos y comportamientos aún más absurdos. Puedo tardar minutos en mandar a alguien al carajo solo con que me toque un poco la moral y vea que no sabe estar a la altura de las circunstancias, y además sin que me duelan prendas. Me encuentro en ese tránsito en el que todo puede pasar. Justo en ese punto en el que o bien decida que todo continúe avanzando y yo responda a ello como lo he hecho siempre, o bien me dé la media vuelta y, cambiando de ruta, extirpe determinados principios para siempre. Justo ahí. En ese que me arrastra a no mirar más allá de esta noche, tal vez de mañana. Pero ni un segundo más. Ese que me impulsa a mirar qué es lo que me apetece, cuándo, dónde, cómo, con quién. Lo que me apetece, sí. Ese,.. ese en el que yo decido, sin lugar a discusión. Ese que hace que no me cueste decir “no” a todo cuanto no me motive en demasía. Y “ni hablar” a todo lo que no me motiva en absoluto. El que me mueve a complacerme a mí, a cuidarme, y a no pasarme de mirar al lado. Ese punto que hinca sus pilares en el empeño de no entretenerme mucho en contemplaciones con quien se pase de mañas y ego. Ese que no me permite pararme, esperar por nada ni por nadie, ofrecer segundas oportunidades. Mucho menos terceras, cuartas, quintas, idas y venidas, subidones y caídas en barrena. Y es que yo necesito oxígeno, y no estoy para respirar sobredosis de helio.
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