MI PARAÍSO NATURAL. (O el encanto de la vida sencilla)

By María García Baranda - noviembre 05, 2017






      He llegado a una edad en la que solo acepto momentos de verdad, de esos que no generan dudas, ni me vuelven loca preguntándome el porqué de los actos y de las palabras de quienes me rodean. Momentos sencillos, independientemente de lo que esté sucediendo o de si se atraviesa un asunto complejo por sí mismo. Esto es, de claridad de todos los implicados. En esa edad estoy. Y no se trata exactamente de la cifra de años que sumo, podría tener 36 o 50. Se trata de lo acumulado y el haber dicho basta a lo absurdamente complejo. Se trata de que después de haber vivido cientos de noches preguntándome por la autenticidad y la profundidad de las palabras y de los gestos de quienes se compartían conmigo, después de miles de minutos poniendo sobre la mesa conversaciones en las que el objetivo era separar los discursos incluidos para despistar de los legítimos, después de enormes esfuerzos por extraer cuánto de transparencia allí había y hasta dónde llegaban las emociones en juego, después de todo eso, huyo de todo aquello que no me ofrezca la absoluta certeza de que es tal cual aparenta. Sin más artificio, ni menos claridad. Exactamente igual que lo que y cuanto yo ofrezco. Ahora salgo corriendo, hasta inconscientemente, de todo aquello que necesite ser escrutado en exceso y digo adiós a todo cuanto lleva más de dos temporadas en el balancín del sí, pero no, mareando mi perdiz. Y es que a veces creo que al nacer se nos dota de una serie de capacidades -que cada cual elegirá desarrollar o no-, en una cantidad equis para ser usada a lo largo de toda una vida, y que según esto, siento que he agotado la de entender almas atormentadas. Es eso algo que he hecho en exceso, mea culpa. Comprender lo incomprensible y dulcificar los actos de quienes se regodeaban placentera y eternamente en sus propios tormentos, en búsqueda casi siempre del bálsamo de atenciones y permisividad que yo les ofrecía. Esa capacidad de abrazar almas en suplicio vitalicio se me fue como el aire de un globo mal cerrado. La he gastado en mis cuarenta, casi por completo, me temo. Y aunque no tiene nada que ver con mi disposición a la comprensión, al diálogo y a la empatía, que eso va pegadito a mi amor por mi gente, sí se relaciona con hacer las veces de oscuro apoyo freudiano a mi costa, ese que tan fácilmente acaricio. No me es posible, ya. Por agotamiento absoluto y por firme decisión propia.

       Casi sin darme cuenta, muy poco a poco, he ido caminando hacia un paraje esencialmente natural, sin tantos rayos y centellas emocionales, y en el que sus habitantes tienen sus voluntades bastante más claras. Ya pueden estar sus vidas atravesando una tormenta o en lo que parece un cierre por reforma, eso no importa, es la vida. Pero si sus correspondientes problemáticas no generan una duda hecha persona, a mí me sirve. Lo demás no es relevante, sino efímero, circunstancial. Pero el mirar a alguien y poder ver a través de sus ojos cristalinos, es para mí ya alimento único. Sin miedos, sin dudas, sin especulaciones, sin verdades a medias, ni huidas laterales. Porque de veras necesito a mi lado a gente que sabe lo que quiere -y lo que no quiere, ¡ojo!- hasta cuando se siente indefensa. Que no tiene temor alguno a vivir la vida que le hace sentirse pleno y crecer, aun si en algún momento lo aborda el miedo o la vulnerabilidad. Y que sin más drama, pase lo que pase, sobre todo cuente conmigo. Simplemente por quien soy en su vida. Sencillamente. Ahí me encuentro y no pienso retroceder de esa posición ahora que la he alcanzado. El caos me ha ido llevando, arrastrada por la marea, hasta una playa luminosa y cálida, por la que, desde el momento de verla por primera vez, no me importó caminar descalza. En ella terminé descubriendo un auténtico paraíso plagado de variadas riquezas naturales. Y en ella puedo entrar y salir del agua sin temer ahogarme. Tomar el sol durante horas despojada de todo peso, totalmente desnuda. Practicar el silencio sin obligarme a pensar, llena de nada. O pasar la noche en vela junto a una hoguera en medio de una charla que en un suspiro ve llegar la mañana. ¿Y por qué aquí?, ¿por qué instalarme en esta playa? Porque en ella habita la sencillez de los sentimientos, la no complejidad al expresar lo que se lleva dentro, la ausencia de egoísmo y las ganas de más. De más momentos claros. Claros y bellos. Sabios de vida. Y profundos. Y porque, ya lo dije, es al fin natural ese paraíso mío. 




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