Cuando me vaya de aquí,
tan solo importarán los destellos de luz que consiga llevarme bañándome la piel.
Un hato de momentos verdaderos, ausentes de artificio y alejados de espíritus
mezquinos.
Los besos recibidos sin
otro ánimo que el de amarme con el alma. A mí y solo a mí.
Las noches de abrazos sin
mentiras. Piadosas ni crueles; y sin medias verdades. Sin ser segundo plato, o la
primera carta entre cien de la baraja.
Y el desayuno sin
miradas culpables ni el móvil escondido, mirando de reojo o llamando a
destiempo.
Las tímidas carreras a
pasitos muy cortos, para poder asirme al pecho de mi padre. Y el último
brillo de sus ojos, dedicado a los míos.
Las risas de mi hermano
y la voz de mi madre calmándome la vida. Y alimentando las yemas de mis dedos
para seguir amando con las manos abiertas.
La recta melodía,
rotunda y sanadora, de esas palabras mágicas…, salvavidas y enormes: “tú por tu
lado y yo por el mío”, a todo aquel que se atrevió a robarme un pedazo de vida.
El hambre de ser madre,
truncada por mi propia estupidez y el repetido empeño de venderme por diez
monedas de oro… falsas.
Las mañanas de invierno en
las que enseñé casi cuanto sabía, guardándome un pedazo secreto para mí. Por si
me hiciera falta en otra vida.
Las letras de mi puño y
de mis horas graves dando sentido a todo cuanto soy, llevando a la locura mis
certezas y atándome mis pies a esta, mi tierra.
Cuando me vaya de aquí, dejaré
en el armario mis errores por si a alguien le sirvieran. Los planes sin hacer,
los sueños incumplidos.
Cuando me vaya de aquí me
llevaré conmigo… acaso el Amor.
Seguro, mi Amor.
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