EDUCAR SINTIENDO

By María García Baranda - enero 22, 2016



Cada día me pongo en pie con el mismo objetivo ante los ojos: enseñar a pensar para educar sintiendo. Ideal anhelado, quimera ocasionalmente conseguida. Y enseñante soy. Educadora a veces. Intento. Y confieso que hay días en los que humanamente frágil me cuestiono a mí misma cómo podré predicar con el ejemplo, si son mis propios pensamientos los que se enredan en las aristas de mi mente y mis sentimientos pelean sin tregua entre sí. No creo que sea difícil de entender, si no se olvida nadie de que al otro lado de la mesa, en el puesto de director de orquesta, hay un ser humano con sus propias curiosidades, sus rompederos de cabeza y sus fantasmas. Real como la vida misma, vamos.

Y sí, ahí estamos nosotros, ahí me veo a diario enseñando una materia de contenido humanístico, pero mascando vida. ¡Y me encanta que así sea! Inevitablemente sonrío y me viene a la cabeza esa página de la red social Facebook que dice: Me encanta cuando los profesores se salen del tema y me cuentan su vida. Sonrío plenamente, sí, porque es absolutamente cierto. Por mi parte no puedo evitarlo. Ni quiero. Y pienso contextualizar y hasta justificar mis porqués en estas líneas.

Imparto una materia que da un inmenso juego a la hora de abordar temas de lo más variopinto. Trabajo con textos, señores, y es fácil imaginar el crisol de asuntos con los que nos topamos a diario y eso,…eso es un filón de tomo y lomo. ¡Me froto las manos! Pues bien, cada fragmento literario, cada artículo periodístico, cada historia entraña un pedazo de vida. De esa que está ahí fuera, bien a pie de calle o bien en el imaginario de algún autor que diseñó a su personaje poniendo en el papel un trocito de sí mismo. Y en ese instante, en el momento en el que frente a mis alumnos me dispongo a destripar lo que allí dice, me dejo llevar por la ineludible tentación de filosofar sobre la cuestión y de comparar lo que frente a nosotros aparece con nuestros propios sentires. Y empiezo por los míos. Y ofrezco mi opinión. Y acudo a la anécdota o a mi propia vivencia. Y me salgo del asunto, ¡sí, señor!, para otorgarle realidad y mostrar a los chicos que en interior de todos y cada uno de nosotros habitan los mismos sentimientos, las mismas dudas y las mismas reflexiones. Y los empujo a ellos a practicar lo mismo. Y ese tema, me desvía a otro tema. Y este a otro. Y así sucesivamente hasta olvidar a veces lo que nos llevó hasta allí.

Saben bien mis alumnos, más aún aquellos que llevan ya conmigo algunos años, que es este un rasgo muy acusado en mí. Me conocen bien. Intuyen cómo estoy esa mañana nada más verme aparecer por el pasillo. Triste, abatida, eufórica, entusiasmada, alocada... Hoy no has pegado ojo. Hoy te vienes arriba. ¿A quién hay que pegar? Soy un cristal, me dicen. Y tal vez tenga algo que ver esta práctica de la que hoy escribo. La que está allí no es solo la docente. Ejerzo mi labor como mejor puedo, equivocándome a veces, acertando otras, pero dejando siempre que se perciba la mujer. Y para ello hablo y hablo -¡qué raro!- sobre cada pequeña cuestión que brote sola. Al conocerme suele esto llamarles la atención poderosamente y en poco más de un mes conmigo, suelo escuchar aquello de: es que no damos solamente Lengua, hablamos de muchas cosas. Y sonrío de nuevo, con picardía, guardándome el pensamiento de que mi espontánea tendencia a comentarlo todo, estratégicamente premeditada a un tiempo, ha dado sus frutos y de que he conseguido que ellos lo perciban. Y me siento satisfecha.

Para mí enseñar contiene un porcentaje altísimo de educar mente y sentimientos y para que así resulte es imprescindible dialogar. Y dialogar mucho. Sobre todo, sobre ellos, sobre mí...  Y he de decir asimismo que para llevarlo a cabo soy yo misma la que trata de educar sintiendo. Y me nutro a su vez de sus cabezas, de sus enfados, de su entusiasmo y de sus pesares. Y comparto. Y reflexiono sobre mis propias marañas mentales y emocionales al observar sus propias concepciones de la vida. Y ellos, sin saberlo, me aportan visiones que tenía olvidadas. Y, como un bálsamo, me traen en ocasiones de nuevo al ras de suelo o me elevan hasta hacerme sentir que no me viene mal soñar de vez en cuando. Educar sintiendo. Aprender sintiendo. Y no dejar de hacerlo nunca, seres imperfectos, ocupemos el lugar que ocupemos frente a esa pizarra que es la vida.

A mí, al menos, me queda aún un mundo por mejorar, por superar, por aprender.









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