VOLVER A AMAR

By María García Baranda - enero 23, 2016



PRELIMINARES




¿Qué haría yo sin papel y lápiz, sin teclado y pantalla? Me volvería loca. Sería poco menos que arrancarme la lengua de cuajo y anestesiarme las ideas. No quiero ni pensarlo. Han de disculparme ustedes, si en muchas ocasiones empleo esto que escribo con fines terapéuticos, como diario personal de mis pesquisas y mis vueltas de tuerca. Pero escribir es algo que me aclara por dentro y me ordena por fuera. Y una de dos: o grito y pataleo, o me siento con un café a un costado a llenar de letras el papel.

Cuarenta años calzo y trato paso a paso de diseñar mi vida mientras vivo. No es una perogrullada, no. A lo que me refiero es que voy haciendo camino a cada paso. Resuelvo a medida que va viniendo a mí una problemática. Me siento, la pienso, la sopeso, pero sobre todo escucho lo que provoca en lo más profundo de mí.

Sé que me paso el día hablando y escribiendo del amor, de los sentimientos, de las relaciones humanas y de todo eso que a muchos podría empalagar. Pero no voy a disculparme por ello, porque esa soy yo. Aquí hay entrada libre. Y salida aún más libre. Y como a mí me mueve, eso me basta. Invitaré gustosa a quien se asome a mis pensamientos a través de estas letras. Y acompañaré amablemente hasta la puerta a aquel que no quiera gastar unos minutos en un tema que no es de su interés. Pero no creo que haya tema más universal ni de mayor enjundia. La literatura así me lo enseña a cada paso. No digo más.

Y dicho esto, prevengo que vuelvo a la carga con ello en este artículo. Hay días en los que circunstancias coincidentes te plantean la cuadratura del círculo por mero azar. ¿O no será al azar? Déjenme que lo dude. El caso es que hoy se han dado tres que han supuesto el germen de este asunto: mi vida personal, una conversación telefónica con una voz amiga y un texto inofensivo que ha llegado a mis ojos por pura ¿casualidad? Y me he puesto a darle vueltas. Y aquí estoy con la cuestión: volver a amar después de…




AL FONDO DEL ASUNTO


CIRCUNSTANCIA I: Las reflexiones sobre mi propia experiencia.



Empezaré en orden con aquello que resulta más íntimo para mí. Mi idea actual del amor. Lo conocí muy joven. Lo viví intensamente. Lo peleé y disfruté. Y crecí con él largos años. De todo hubo, como en botica. Mejor y peor. Y llegó el tiempo en el que definitivamente tuve que decirle adiós y superar la caída más estrepitosa. Y aún creyendo que no lo conseguiría, sin saber muy bien cómo en aquel momento, lo logré. Casi muero en el intento. Fue larga la batalla, desgarradora, obstinada y dura. Pero se puede. Y el paso inequívoco para ello fue uno: asumir. Aceptar que el amor muta, que cambia de colores e intereses, como también cambiamos todos por dentro. Que pretender que dos personas sientan siempre lo mismo –independientemente y el uno por el otro- cuando evolucionan en el resto de facetas de su vida excepcionalmente se consigue. Que a veces se toman caminos diferentes. Que aferrarse a no aceptarlo y al rencor tan solo nos condena a morir en vida y a cometer una tremenda injusticia con la otra parte. Y que pensar que el mundo se termina con ello es un absurdo. Aunque nos duela. Aunque casi nos mate a veces. Porque ese mundo cambia, pero no se extingue.

De todo aquel tiempo en el que viví mi historia de amor hubo consciencia de que el sentimiento se transformaba. Y fueron muchas las ocasiones en las me rebelé a perder sensaciones que conocí en inicio. Tonta yo. El amor muta y a veces se reafirma. Otras se va. Y no hay más leña que la que arde. Y posteriormente llegó el momento en el que quise rehacerme y quise volver a amar. Y quizá ahí, aunque no lo parezca, hube de enfrentarme al ejercicio más complicado de todos: darme cuenta de que el amor presenta diversas caras en función del momento de la vida en el que estemos. Si pretendí vivir exactamente lo mismo que ya había vivido, hube de estrellarme fuertemente contra el suelo. Supe al instante casi, -una vez en pie, he de decir- que jamás podría volver a vivir las mismas sensaciones ni el mismo concepto amoroso. Ni mejor, ni peor. Ni más o menos intenso. Sería diferente. Y no por ello podría dejar de reportarme una inmensa felicidad. No lo sabría hasta vivirlo, desarrollarlo y sumergirme en él. Y la razón para que ese amor resultase distinto era bien clara: Yo ya no era la misma de entonces. No tenía ya veinte años, ni sentía lo mismo, ni sabía lo mismo de la vida, ni viajaba ligera de equipaje. Cada año transcurrido me había llevado hasta donde estaba y nunca podría revivir un calco de aquello. Pero es que además, si yo ya era un elemento distinto de la ecuación, para qué hablar de que la otra persona era absolutamente nueva en la operación. Una nueva cara para mí y hasta para él mismo. Ni con sus veinte años, ni con las mismas formas de sentir, ni con el mismo aprendizaje, ni ligero de equipaje. Una combinación perfectamente nueva. ¿Cómo iba a pretender entonces recordar en sus brazos las mismas sensaciones? Serían otras, desconocidas y seguramente más pausadas en algunos aspectos. No por ello menos reales. Y por tanto, la clave para reconocerlo no estaría ahí, sino en las señales de complicidad en los variados aspectos que unen a dos personas: físico, mental y emocional. En descubrir pasito a pasito lo que me conectaba a esa persona, lo que aportaba y lo que podría llegar a construir a su lado.

Y así entendí que el amor a los cuarenta no ha de ser el mismo que a los veinte o a los treinta, sino el producto que esas dos personas generen uno en otro.





CIRCUNSTANCIA II: El ejemplo práctico.



Es curioso cómo alguien en un momento determinado te pone delante de los ojos el ejemplo de lo que espera de su amor y de cómo lo está viviendo. Justo hoy. No podía ser más certera la casualidad, pero ¡zas, en toda la cara! Me venía al pelo, que se dice. Así que en una simple conversación de cómo estás, abrí bien los oídos y tomé nota. Es esa persona alguien a quien conozco con la mayor de las profundidades. Alguien que me hizo partícipe en primera fila de cómo vivía sus sentimientos y de lo que le provocaban. Y precisamente de los labios de esa persona ha salido hoy la comparativa entre aquello que le hizo feliz en un pasado ya lejano y lo que hoy vive. Comparativa, digo, y no sé si es la palabra más adecuada. Simplemente con sus palabras me mostraba lo que le reportaba hoy su amor actual. Me explicaba el proceso, cuáles eran sus sueños y cómo había llegado hasta ahí. Y créanme ustedes, sin entrar en detalles, que es absolutamente distinto a lo que pretendió una vez. ¡Manda huevos!, ¡con lo que pataleó! Y yo escuchaba pasmada y me daba cuenta con cada una de sus expresiones de que estaba viviendo un amor con tintes absolutamente nuevos. Había descubierto cosas absolutamente distintas, nuevos estímulos y había dejado atrás concepciones que durante años fueron un empecinado estándar de lo que se suponía que era enamorarse. Y se sentía en absoluta plenitud con ello. Amor profundo que tardó un tiempo en reconocer como tal, pero del que ahora no dudaba en absoluto.

Terminó mi escucha, bajé los ojos, sonreí y me alegré por esta persona. Y por mí, porque me di cuenta de que al final todos pasamos por las mismas fases.





CIRCUNSTANCIA III: La anécdota.



Mañana de sábado y topo en la red con una de esas frasecitas que tanto nos gustan y tan de moda están. ¡Bingo! No hay dos sin tres. Me limito a transcribirla. Dice así:

He llegado a la conclusión de que más que extrañar a alguien, extrañamos lo que esa persona causaba en nosotros. Es por eso que vamos por la vida coleccionando intentos errados por sentir el mismo calor en otros brazos (Cristhian Proaño).




CONCLUSIONES


La vida nos trae y nos quita amor. Nos tira al suelo cuando lo perdemos, nos obsesiona con la idea de amar a quien se fue, cuando es la idea del amor perdido lo difícil de encajar y nos ciega ante la idea de poder salir a flote. Astuta como es, la vida enciende también nuestros deseos de volver a amar, de sentirnos refugiados en los brazos de alguien que despierta nuestros sentidos. Y lo perseguimos como niños, pero ¡ojo!, que ya no somos tan niños. Y por ello la vida ha de enseñarnos, sobre todo, que el amor es un concepto más amplio que el que se nos vende en el cine o el que imaginamos en nuestras cabezas en un tiempo pasado. El amor nunca se vive de igual forma dos veces, por cuanto se vive entre dos personas distintas: la que llega y que la hoy somos. El amor maduro se va cimentando en los deseos de ser feliz, en la voluntad de amar, en mirar a los ojos del otro –nuevos ojos- y creer, en nuestra admiración de esa persona, en la generosidad de vivirlo sin exigencias y en saber que si, después de los campos arrasados que atravesó, está ahí, por algo es. El amor maduro consiste en darse a uno mismo la oportunidad de ser feliz, en salirse de los estereotipos y en reconocer que el tiempo nos ha hecho nuevos seres con nuevas necesidades. Y ese primer concepto del amor fue precioso, sí, pero el amor maduro, tengan ustedes por seguro, que puede ser absolutamente hermoso. Y muy, muy, muy de verdad.









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