Primer
artículo del año, noche de Reyes, deseos varios y pensamientos múltiples. ¡Y a
escribir! Dicen que cuando uno escribe lo hace para sí mismo. Siempre lo he
creído así. Y que hay ocasiones en las que ese hecho es más acusado que nunca. Algo
te revuelve y llega la necesidad de desgajarse y reordenarse, de tomar
perspectiva de las cosas y de uno mismo incluso, tomando entonces forma
específica sobre el papel.
La
explosión surge hoy a partir de mi análisis de la adulteración de las
relaciones humanas. Y nace este de un hecho sumamente simple: la observación de
la naturalidad con la que de niños expresamos lo que nos mueve por dentro, sin
cortapisas, apuros, pudores ni miedos. Hoy mismo lo he tenido frente a mí: la
muestra de un sencillo enfado perfectamente verbalizado y expresado en los
ojillos de alguien que me derrite el corazón solo con existir. Esto me pasa y
esto te cuento. Esto siento y esto expreso. Sin más. Sin menos. Desprendida y
generosamente. Pero crecemos y ensuciamos aquello que nos ocupa el alma. Y nos
morimos de vergüenza o de orgullo. Y calculamos matemáticamente qué decir, cómo
decirlo y a quién decírselo. Y lo estropeamos todo. Emprendemos con ello un camino
de difícil retorno que desvirtúa cuanto de auténtico y sencillo hay en las
relaciones humanas, sin darnos cuenta de que abrirnos a quienes conforman
nuestro círculo más íntimo es la mayor garantía para nutrirnos de ellos y para
que estos, a su vez, se alimenten de nosotros. Ser capaces de pronunciar sin
temor a represalias: “esto no me gusta”, “ese comportamiento me hiere”;
atreverse a articular: “me gustas porque sí”, “te quiero”, “me haces feliz”;
lanzarse a formular un juicio crítico: “en esto te equivocas”; todo ello
escasea escandalosa y desgraciadamente. Y es una lástima porque son actos
absolutamente gratuitos y sencillos que llevan a establecer relaciones cien por
cien sanas y muy posiblemente eternas.
Pero
crecemos, repito. Y adulteramos esas relaciones. Maquillamos, desnaturalizamos,…
Podré llamarlo de múltiples maneras, pero con ello me refiero siempre a las
variadas estrategias que se aplican en ellas. Y mucho me temo que tal práctica
está tan a la orden del día. Tanto que me desesperanza hasta un punto que solo
cuantos me conocen en profundidad pueden llegara a adivinar. Y aquí intervengo
en primera persona para ofrecer mi más íntima decisión al respecto. Nunca me
gustó eso de elaborar complejas tácticas en cuanto a relaciones personales se
refiere. No sabría hacerlo, creo. O quizás es que me niego rotundamente a que
así sea: “te doy mi opinión, pero no me meto en camisas de once varas”; “te
digo lo que siento, pero sin exponerme demasiado por si no te sienta bien”;… No
me gusta, no. Dichas estrategias me llevarían a tener que medir mis palabras a
la hora de ofrecer una opinión sincera, de compartir mis pensamientos privados
y, aún más, de mostrar mis sentimientos más íntimos. De abrirme, al fin y al
cabo. Quien se encuentra al otro lado no siempre está preparado para encajar mis
palabras, lo sé, por cuanto de choque con la realidad tienen. Y eso en el mejor
de los casos, porque en el peor de ellos de lo que adolecerá será de la falta
de ganas de que me muestre con dicha intensidad o franqueza. Dime, pero no te
mojes mucho. ¿La razón? Bien creo que mucho pesa el simple y mero hecho de que
las palabras pronunciadas pueden abrir su propia caja de Pandora, dejando tras
de sí un reguero de emociones e ideas que quizá tenía guardadas a buen recaudo,
evitando con ello revolverse por dentro. Y no lo critico, en absoluto, pero me
resulta preocupante cuando, lejos de ser una actitud puntual o temporal, se
convierte en un comportamiento eterno. Creo firmemente que tarde o temprano es
imprescindible que todos abramos dicha caja y le plantemos cara a nuestras realidades,
incluyendo claro está aquello que nos resulta más difícil de encajar, de contar
o de oír.
Sea
como sea, asimilo -no sin disgusto- que pocos son los valientes que se
enfrentan a expresar sin trabas cuanto les pasa por la cabeza o por el corazón,
y menos aún son los osados que se exponen al desafío de escuchar lo que se le
haya de decir en un momento dado cuando tales palabras no son en absoluto
fáciles de tragar. Por lo tanto, hoy pienso que mostrarme tal y cómo soy en mis
relaciones se ha convertido en un acto de suma peligrosidad. Alto voltaje. El
precio a pagar resulta caro, porque en la mayoría de las ocasiones los sujetos
en cuestión desplegarán su macizo caparazón de aislamiento y huirán cobardemente
de la batalla. O quizás algunos, porque siempre me queda la esperanza, y las
pruebas fehacientes también, de que existen aún valerosos seres que viven sus
relaciones envueltas de la más absoluta naturalidad. A esos,…¡ay!, ¡me los pido
para Reyes!
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