CELOS

By María García Baranda - junio 03, 2018



    Hoy voy a hablar de un tema asentado como las propias relaciones personales, viejo como el amor. Hoy voy a hablar de los celos. Y voy a hacerlo con la franqueza abierta de quien los trata como elemento omnipresente en fondos y formas diversas, y sin preocuparme de si lo que escribo es políticamente correcto o incorrecto, sin profundizar en las raíces psicológicas que subyacen en ellos, y sin pretender quedar como una mujer sensata y coherente. Los voy a tratar así, a pelo, tal y como los observo, los vivo y los he podido sentir y siento. A ver cuántos se sienten identificados y cuántos observan sus propias variantes en sí mismos.

   Lo primero que me pregunto a mí misma es si soy una persona celosa. Automáticamente me digo que no lo soy, no en rasgos generales, pero que he sentido y siento celos, y que conozco lo que son. No soy celosa en condiciones normales, pues, pero sí en circunstancias concretas. ¿Me lo compras?, ¿he descubierto acaso el secreto de la vida eterna? Así que, tratando de ser(me) lo más sincera y justa posible, me digo: ¿y cuáles son esas condiciones normales y esas circunstancias concretas? Porque evidentemente, ahí se encuentra el quid de la cuestión, en qué situaciones son las que, bajo mi prisma subjetivo, me hacen a mí sentir celos. Seguidamente llego a la conclusión de que ser celosa no es un rasgo de carácter fijo. La expresión no es la correcta. No se trata de “ser celosa”, sino de con cuánta asiduidad, en qué contextos y por qué razones llega una a sentir celos. Ya sé que hay personas que poseen esa patología pegada a la piel, es decir, que experimentan celos en el noventa por ciento de las ocasiones y con todas las personas con las que se relacionan, pero dejando a un lado esos casos, me centro ahora en los celos de a pie. Por lo tanto, considerando todo lo anterior, afirmo que no soy el prototipo de persona celosa, que sé bien que me conduzco en múltiples situaciones con normalidad y sin que los celos aparezcan, pero que de cuando en cuando estos hacen acto de presencia y se me instalan dentro. Ardo, pues. Literalmente. Al menos de inicio y hasta que la sangre se me recoloca en su sitio correcto y puedo volver a pensar con calma. Y aquí es cuando me pregunto porqué, a qué se deben, cómo combatirlos, si son tolerables,... y un largo etcétera. Todo ello en un intento de seguir madurando y mejorar tanto mi interior, como mis relaciones personales.

     Cuando aterricé en las relaciones de pareja, allá por mi adolescencia, lo hice -como todos- en un estado de plena inocencia. Así se llega. A no ser que procedas de un lugar en el que siempre te has sentido poco apreciado y nada querido, se entra por la puerta de las relaciones con confianza, seguridad y firmeza. Y así me conduje durante mucho, mucho tiempo, sin convivir con el llamado fantasma de los celos y desarrollando, por tanto, un comportamiento en absoluto celoso. Me espanta la idea de atentar a la libertad de la persona con la que me comparto, de acosarlo, agobiarlo,.... Pero a la vuelta de los años, de las experiencias, de las vendas caídas de los ojos, los tortazos recibidos y de lo aprendido, sé bien que he ido inclinando la balanza hacia ese sentir. Ha habido en mí un aprendizaje hacia la coherencia en las relaciones de pareja, desde luego y por fortuna; pero al mismo tiempo puedo decir que hay hoy, mal que me pese, mayor presencia de celos que cuando tenía veinte años. La explicación naturalmente se encuentra en que cuando te enteras de cómo va la vida, de cómo se conducen las personas, y de cómo funcionan las relaciones es cuando empiezas a conocer los riesgos que estas conllevan y, por lo tanto, nacen las inseguridades, los miedos y... los celos.

    No sé el resto, pero sí sé que en mí detecto dos tipos de celos diferentes. La psicología seguramente establece una amplia categorización para ellos, pero no quiero entrar, como dije, en tal profundidad. He aprendido a ver y a reconocerme a mí misma un tipo de celos que se basan en un cierto nivel de inseguridad propia y suele tener que ver con el atractivo físico. Sé que cuando me pongo celosa de otra mujer, de que le pueda gustar o atraer a mi pareja, de que le llame la atención especialmente, eso se debe a que nace en mí un sentimiento de competitividad en el que temo que me pueda ganar la partida. Y en efecto, no suele nacerme en relación con mis rasgos y encantos mentales, intelectuales, o emocionales. No suelo plantearme que esa mujer pueda parecerle más simpática, más inteligente o más encantadora. Pero sí que le pueda parecer más guapa que yo. Tan básico como eso. Y será una simpleza, una frivolidad, pero ya os dije que iba a tratar este tema con total apertura y sin paños calientes. Es lo que siento. Por eso, sé que cuando me celo por un motivo tal, se debe única y exclusivamente a un fallo propio, a una debilidad personal que yo misma debería eliminar de raíz, aunque no sepa por dónde empezar. Ayuda, y mucho, como en mi caso, el tener una pareja que te llena los días expresándote y mostrándote cuánto le gustas, cuánto le atraes y lo encantado que está a tu lado, francamente. La mejor medicina, sin duda. Pero aún así no me despego de mi responsabilidad. El segundo tipo de celos que siento es harina de otro costal. No son celos de raíz propia, sino de trayectoria. Celos que han ido naciendo al calor de haber sufrido engaños, de que me hayan mentido y de ver que me pueden cambiar temporal o eternamente por otra. Creo que estos los entendemos todos desde el momento en el que acumulamos ciertas vivencias. Son esos que se materializan en pensamientos del tipo: “me puede volver a pasar”, “ocurre constantemente”, “si está de sucederme, me va a ocurrir sin que yo me entere”, “en esta vida se puede esperar de todo”,.... Son celos de absoluta desconfianza no ya en la persona a la que quieres y te quiere, sino en la firmeza de las relaciones amorosas. Y desde luego aparecen desde el mimo momento en el que se te va todo al garete sin esperarlo. En mi caso particular el momento álgido en el que llegué a experimentarlos, fueron estos fundados e infundados. Surgían ante cualquier atisbo de peligro y hasta cuando no lo había. La facilidad con la que se me removía la sospecha interna iba creciendo a medida que iba descubriendo discordancias en la otra persona, insinceridad, dobles juegos,... Por cada vez en la que yo confiaba aparecía una dosis mayor de realidad en la que, tras sentirme muy pequeñita, me potenciaba mi capacidad para enarbolarme ante una amenaza femenina. Tóxico, nocivo, machacante... y no sabéis hasta qué punto pude llegar a herirme con tal sentir. Emocional y físicamente. Ahí nacieron, pero tras ese momento, me ha quedado un poso de miedo atroz a que vuelva a sucederme algo mínimamente similar. Temo que dejen de quererme, que me quieran pero deseen a alguien más y lo lleven a cabo, que se despisten, que quieran mantenerme ahí a su lado pero vivir al tiempo sus aventuras paralelas,.... Temo sustos y sorpresas, y estados de shock. Así se me materializa. En mi presente confío en la relación de pareja que vivo, disfruto y comparto. Confío en él, en el hombre que es, en su sensatez, en su concepto del amor y en su amor por mí; y lo equiparo al mío. No hay pega alguna en ello. Y cuando mi confianza se tambalea, sé que se debe a las cicatrices de mi piel. El adulto sabe que todo es posible, que lo inesperado también sucede y, una vez vista su cara, se prepara siempre para lo peor, eternamente. Los celos responden a eso.

   El juego del amor es ese. Los celos nunca deberían tener protagonismo, pero somos humanos, yo lo soy, y sé lo difícil que es mantenerse serena y no temer perder a quien se quiere. Desde luego que son un enemigo a mantener muy a raya, si no se quiere dañar al otro injustamente, si se quiere mimar y alimentar sanamente la relación, y si se pretende crecer en la dirección correcta. Por mi parte, yo,... pasito a pasito.



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