Día corriente. Me levanté temprano, a poco más de las
seis, y de un brinco puse mis pies descalzos sobre la alfombra. No tardé en
sentir el contraste del frío exterior con la tibia temperatura alcanzada
durante el sueño, complejo, por cierto, inquietante incluso. Sin pensar apenas,
me dirigí a la cocina dispuesta a desperezarme, aunque creo que no me llevó más
de treinta segundos poner la maquinaria en marcha. No sabría ahora reproducir
ordenadamente en qué pensé, pero sí tengo la sensación de que ya entonces supe
que eso me ocuparía la mente durante todo el día. Abrí el grifo de ducha y me
concedí unos minutos más de los habituales para sumergirme en mis pensamientos.
Mientras me esfuerzo en recordar me doy cuenta de que he
olvidado las conclusiones sacadas y los propósitos acordados conmigo misma, pues
al fin y al cabo sé bien que con determinadas influencias rompería el contrato
en mil pedazos y reharía mi plan: acción, reacción. De lo que sí estoy segura
es que en ese día que apenas asomaba me acompañarían la cotidianeidad de la
tiza, las palabras cuidadas, los consejos diarios aderezados de oportunos
guiños, las risas con sabor a café con leche robado al tiempo. La jornada se
presentaba larga, pero no importaban las horas dedicadas, siempre y cuando
quedara al menos un recodo al final de la jornada para mí, solo para mí. ¿Con
qué fin? Cerrar el círculo, mirar un instante a mi interior y comprobar si, en
efecto, determinadas sensaciones habían gozado de la intuida omnipresencia. Con
algo de suerte, podría incluso ponerlas por escrito, por aquello de que lo
escrito se lee y se relee. Toma entonces una cristalina claridad en una
sucesión rítmica de letras perfectamente alineadas que dotan de un poco de
orden a las ideas brotadas de un modo un tanto anárquico. Y lo más importante:
toman carácter esencial.
De un tiempo a esta parte me distraigo a cada paso con
cada sensación, acaso en exceso, porque me recuerda que la vida se conforma de
pequeños detalles en apariencia insignificantes, pero que nutren más de lo
imaginado. Y entre ellas procuro leer el lenguaje de los cuerpos con los que me
topo y que revela todo aquello que la mente no es capaz de controlar. O no
quiere. Hace tiempo ya que aprendí a tildar de sencillo lo grandioso y que con
ello entremezclé aquello más mundano, incluidos los mensajes incontrolados del
entorno. Como si de una señal luminosa se tratase, tal percepción te obliga a
mirarte al ombligo y la fotografía resultante te arraiga a la tierra a la que
verdaderamente perteneces. Con una pizca de determinación te impulsará a
dibujar tu perfil más auténtico en el único ejercicio que verdaderamente vale
la pena: guardarte la más estricta fidelidad a ti mismo, aunque se derrumbe el
mundo, y para ello tener en suma consideración tus instintos e impulsos menos
racionales. Esos son los únicos que no te mienten, ya que te lanzan una llamada
de emergencia para señalarte el camino por el que dirigirte. Podrás intentar
obviarlos, reubicarte en el costado opuesto o bajar los ojos en un arranque de
seguir en el mundo que crees controlar, pero asomarán con más fuerza. Por
tanto, a por ello sin mirar atrás y que nada te detenga porque lo que
inconscientemente deseas con vehemente fuerza ya es tuyo desde el mismo momento
en el que percibiste su presencia.
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