Trato de mantener a raya a la inconsciente que en mí
habita y, sin embargo, de tanto en cuanto aflora y me desarma. Saber más de lo
debido no siempre es conveniente, pero la tentación, latente e incluso a veces
manifiesta, se agazapa en rincones desde los que asoma para atacar a traición.
Y ahí sí, ahí quisiera leer las mentes de la gente… y aún más, sus miradas, sus
almas. Peligrosa inconsciencia esta que empleo con doble fin: aplacar la
tendencia a autoculparme por ocasionales comportamientos ajenos y afianzarme en
el descarte de mis primeras impresiones, muchas veces certeras.
Si lo pienso bien, sé que debería esforzarme en combatir
tales asuntos, pues tal tendencia se mancha de cierta dosis de absurda
inseguridad, incongruente con el pisar fuerte que trato de marcar a cada paso.
¿Por qué dudar de mi intuición?, ¿a qué pensar que estoy equivocada cuando
alguien me transmite con los ojos?
Pero me envuelve, me enreda, y hasta me vence. Y en tales
momentos sobrevuela en mí una sola idea: quizá si penetro en el interior, en
los sentires que brotan única y exclusivamente de sus entrañas podré poner cada
cosa en su lugar perfecto. Quimérica idea plagada de osadía, a sabiendas de que
el pensamiento humano es absolutamente privado y de que los sentimientos más
profundos son inviolables. ¡Marcado a fuego! ¿Por qué la mantengo entonces? La
respuesta es muy clara: esa idea no me brota de la mente, del sentido común, de
la experiencia,… Esa idea parte en su totalidad de mis emociones más puras y
hay una constante negativa en mí a girarles la cara.
(Quisiera
leer las mentes, los ojos ya los leo...).
MÚSICA: Me voy a morir de tanto amor (B.S.O. Lucía y el sexo), Alberto Iglesias.
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