De poco habitual y de enriquecedora podemos calificar la
experiencia de integrarse en la cultura de un país desde una perspectiva
realista y no desde la mera visión del turista convencional. Respirar el aire
que acompaña a sus gentes cuenta con el magnífico poder de despojarnos de una
opaca venda que sin pensar incluimos en nuestra maleta de viaje. Si programamos
un viaje a Gran Bretaña esperamos encontrarnos con las nebulosas calles de Jack
el destripador y cruzarnos a cada paso con un intachable gentleman de
adusto gesto. Italia estaría llena de mammas imponentes,
cocineros de pizza y niños comiendo helados. Por su parte, Japón nos saludaría
con la delicadeza de sus geishas. Y Francia nos ofrecería la visión de
caballeros con boina portando una bolsa con una baguette de pan y una cuña de
queso emmental, volviendo sus seductores ojos a un puñado de féminas ataviadas
con los más sofisticados modelos de alta costura. Nada más lejos. Cualquiera
que haya traspasado, al menos una vez en la vida, las fronteras de su país sabe
que los tópicos existen, pero que en los tiempos que corren estos están
destinados a los turistas ávidos del exótico contraste adherido a su pasaporte.
Más allá de ellos, se encuentran unos modos de vida que por distintos que sean
de los nuestros ocultan los mismos latidos, inquietudes y deseos que los del
habitante del pueblo de al lado.
Pues
bien, con motivo de un reciente viaje al sur de Francia realizado en el
contexto de mi actividad docente, he tenido la oportunidad única de sumergirme
en los ojos de los lugareños y desbancar de un plumazo la larga colección de
tópicos que acompañan a toda tierra foránea y, en la mayor parte de las
ocasiones, no nos permiten mirar al natural paisaje de una cultura no siempre
tan lejana a la propia. No ha sido esta mi primera vez en país galo, pero en
esta ocasión mi impresión ha contado con una riqueza de matices inusitada.
Podría resumir mi estancia en dos expresiones: calor y orgullosa naturalidad.
En efecto, la generosidad de las gentes con las que he tenido el placer de
convivir me ha abierto las puertas de sus casas, invitándome a asomarme a la
cotidianidad de sus vidas.
Tradicionalmente
España ha mantenido una relación de amor-odio con Francia, sustentada en las
relaciones históricas de los dos países y sometida a los vaivenes políticos de
cada etapa. Los juicios más ácidos nos procuraban la fotografía de un pueblo
engreído y antipático, chauvinista y esnob. La búsqueda de la causa de tal
retrato, como dije, nos remite a la historia. Sin remontarnos excesivamente,
basta con trasladarnos a los principios del siglo XIX, a la invasión
napoleónica y la monarquía absolutista. Ya entonces España se vio partida en
dos mitades. De un lado, la de los afrancesados, adoradores de todo aquello con
regusto francés y sustento del desprecio a todo aquello que sonase a ibérico,
por pueblerino e ignorante. Del otro, los rebeldes, patrióticos hasta el
tuétano y firmes detractores del chic galo. La literatura dio buena muestra de
ello, retratando peleas de carneros de las que dieron buena cuenta autores como
Mariano José de Larra. Tendría que pasar casi siglo y medio, para que Francia
apareciese a nuestros ojos como el abrazo del desposeído, acogiendo bien a
exiliados por la Guerra Civil -entre ellos gran parte de intelectuales,
apunto-, o bien posteriormente a mano de obra en busca de las oportunidades de
las que habían sido privados por la dictadura. Y, sin embargo, el recelo, creo,
ha continuado presente. Y lo que es más triste, sostenido en unos hilos
invisibles que pueden romperse con una simple brizna de aire. Bastaría, para
ello con coger un coche, atravesar los pirineos y sentarse a observar.
No voy a negar ahora las peculiaridades que nos
diferencian a españoles y franceses. Sería una gran pérdida que no existiesen,
por cuanto restaría la riqueza de cada cultura, pero para ser honesta, he de
reconocer que tras ellos se encuentran más puntos en común de los que pensamos.
Algo tan habitual en nuestros viajes como la experiencia gastronómica me ha
posibilitado la visión de observar la estrecha, profunda y, me atrevería a
decir, casi sagrada relación que tienen los franceses con la comida. Todos
sabemos que Francia ostenta el primer puesto de la gastronomía internacional,
pero sentarse a comer con un francés permite ver un espectáculo asombroso: las
distancias entre el comensal y su plato se acortan generando una estrecha
intimidad, y a partir de ese momento ensordecen y se ciegan. Ya podría
despedazarse el mundo exterior o verse rodeados de una ruidosa multitud, que
los únicos sentidos que en ese momento funcionan son el del gusto y el del
olfato. Sí, ya sé que tal vez piensen ustedes en llamarlo glotonería, pero
dicha interpretación resulta cuanto menos básica y simplista. Cuando un francés
degusta una de sus recetas no se rinde tan solo al placer de sus papilas
gustativas, sino que a cada bocado siente el orgullo de su tierra, de su lugar
en el mundo, de su historia. Entra en la más absoluta comunión con su patria.
España, al igual que el resto de los países mediterráneos,
sabe muy bien qué sensación es esa. Compartimos con ellos ese disfrute y
orgullo con nuestra cultura gastronómica, pero la diferencia estriba en que con
el tiempo nos hemos ido volviendo más exigentes y autocríticos con lo nuestro.
Lo que para nosotros es cutre, para ellos cuenta con la gracia de lo sencillo.
Lo que en nuestro país está anticuado, en el país vecino es tradición. Y ahora
ya no me atengo únicamente al recetario patrio, sino a todo aquello que compone
la cultura de un país, sea patrimonio nacional o carácter consuetudinario de la
intrahistoria.
Desconozco las razones por las cuales no defendemos y
cuidamos como deberíamos tanta riqueza, tantos lugares olvidados, tantos
pequeños rincones de nuestras geografías física y humana. Tal vez sea el resto
de unos tiempos en los que nos hicieron creer que lo tradicionalmente español
estaba pasado de moda, o de otros en los que el anquilosamiento y ostracismo al
que estábamos sometidos no nos permitía salir al mundo y acompasar la
modernidad del resto de Europa, aunque solo fuese para volver a casa y decir:
como mi país, ninguno. Creo que eso merece al menos un ratito de reflexión.
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