Qué difícil…, qué difícil es ser inmune a las
inseguridades de lo que somos, de nuestras capacidades, de nuestra proyección
al mundo. Se dice que todos tenemos tres imágenes: la que vemos en el espejo,
la que los demás ven y la que realmente se ajusta a lo que somos. Y me pregunto
si de inicio habríamos de desconfiar de las dos primeras para lograr nuestra
mejor versión. Lo cierto es que en tal peregrinar aparecerá inevitablemente el
fantasma de la eterna búsqueda de la aprobación externa, indisoluble esta, ya
se sabe, de nuestra inseguridad. He aquí el foco del problema. Ninguno de
nosotros se encuentra exento de una mayor o menor afectación ante una crítica o
incluso ante el mero hecho de no gustar lo suficiente. Y huimos de ello como de
la peste.
Dicen que la edad aporta la suficiente madurez como para
aprender a querernos a nosotros mismos, con el correspondiente aprecio de
nuestras virtudes y la aceptación de nuestros defectos. Aprenderán estos a
danzar en equilibrio y, con suerte y un poco de vista, los primeros irán
ganándole el terreno a los segundos. No obstante, pensándolo bien, no creo que
se trate ya tanto de una cuestión de edad, como de saber perdonarse a uno mismo
ante las decepciones causadas y los tropiezos de la vida. Por desgracia, para
ello es preciso haber descendido a las profundidades más oscuras antes de
intentar reflotar de nuevo. No hay forma de librarse y quienes tratan de
zafarse de ello –que los hay a miles- acabarán causando daños en cadena y lo
que es peor, a sí mismos.
Seamos valientes, pues. Aquello en lo que fracasamos,
pero que intentamos con ahínco habría de bastarnos como indicio de que seguimos
caminando hacia adelante en la constante búsqueda de la felicidad y de la
realización personal. Seguramente nos equivocamos, herimos y fuimos incluso
crueles por el camino. Nadie es bueno, ni malo de forma absoluta. Todos somos
capaces de las acciones más nobles y de las peores traiciones. Pero la vida
continúa. Y es precisamente el hecho de no perdonarnos por nuestros errores el
que nos lleva a esa constante búsqueda de la aceptación externa. ¡Ojo a las
señales! Si tememos la desaprobación ajena, corremos el riesgo de caer en una
obsesiva tendencia a la complacencia ajena, abismo que poco a poco nos separará
de nuestras privadas voluntades. Por no hacer daño, por no decepcionar, por no
ser criticados nos alejamos de ellas, cuando deberíamos ponernos el mundo por
montera y saber que difícilmente sabremos hacer feliz a nadie si antes no nos
hacemos felices a nosotros mismos. Proteger del daño a quienes queremos y
salvaguardar su bienestar es muy loable, sin duda, pero no a costa de nuestro
avance personal. Y la justificación de ello queda lejos del egoísmo, es incluso
un gesto altruista, ya que desde el mismo momento en el que nos somos leales a
nosotros mismos, comenzamos a serlo con el resto del mundo. Sin dobleces. Sin
paños calientes. Sin mentiras.
Así que, ¡Dios me libre de guiarme en exceso por algunos
bienintencionados consejos, lecciones morales u opiniones gratuitas y desviadas
de la realidad en la mayor parte de los casos!, ¡qué sabe nadie lo que me mueve
por dentro! Despegarme de ello es no solo una garantía de mi libertad personal,
obviamente, sino un peldaño más en el alcance de mi plenitud. Y en el fondo me
lo agradecerán.
(Y advierto: no por ello dejo de mimar a la gente que me importa).
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