MI MUNDO POR MONTERA

By María García Baranda - agosto 18, 2014

Qué difícil…, qué difícil es ser inmune a las inseguridades de lo que somos, de nuestras capacidades, de nuestra proyección al mundo. Se dice que todos tenemos tres imágenes: la que vemos en el espejo, la que los demás ven y la que realmente se ajusta a lo que somos. Y me pregunto si de inicio habríamos de desconfiar de las dos primeras para lograr nuestra mejor versión. Lo cierto es que en tal peregrinar aparecerá inevitablemente el fantasma de la eterna búsqueda de la aprobación externa, indisoluble esta, ya se sabe, de nuestra inseguridad. He aquí el foco del problema. Ninguno de nosotros se encuentra exento de una mayor o menor afectación ante una crítica o incluso ante el mero hecho de no gustar lo suficiente. Y huimos de ello como de la peste.
Dicen que la edad aporta la suficiente madurez como para aprender a querernos a nosotros mismos, con el correspondiente aprecio de nuestras virtudes y la aceptación de nuestros defectos. Aprenderán estos a danzar en equilibrio y, con suerte y un poco de vista, los primeros irán ganándole el terreno a los segundos. No obstante, pensándolo bien, no creo que se trate ya tanto de una cuestión de edad, como de saber perdonarse a uno mismo ante las decepciones causadas y los tropiezos de la vida. Por desgracia, para ello es preciso haber descendido a las profundidades más oscuras antes de intentar reflotar de nuevo. No hay forma de librarse y quienes tratan de zafarse de ello –que los hay a miles- acabarán causando daños en cadena y lo que es peor, a sí mismos.
Seamos valientes, pues. Aquello en lo que fracasamos, pero que intentamos con ahínco habría de bastarnos como indicio de que seguimos caminando hacia adelante en la constante búsqueda de la felicidad y de la realización personal. Seguramente nos equivocamos, herimos y fuimos incluso crueles por el camino. Nadie es bueno, ni malo de forma absoluta. Todos somos capaces de las acciones más nobles y de las peores traiciones. Pero la vida continúa. Y es precisamente el hecho de no perdonarnos por nuestros errores el que nos lleva a esa constante búsqueda de la aceptación externa. ¡Ojo a las señales! Si tememos la desaprobación ajena, corremos el riesgo de caer en una obsesiva tendencia a la complacencia ajena, abismo que poco a poco nos separará de nuestras privadas voluntades. Por no hacer daño, por no decepcionar, por no ser criticados nos alejamos de ellas, cuando deberíamos ponernos el mundo por montera y saber que difícilmente sabremos hacer feliz a nadie si antes no nos hacemos felices a nosotros mismos. Proteger del daño a quienes queremos y salvaguardar su bienestar es muy loable, sin duda, pero no a costa de nuestro avance personal. Y la justificación de ello queda lejos del egoísmo, es incluso un gesto altruista, ya que desde el mismo momento en el que nos somos leales a nosotros mismos, comenzamos a serlo con el resto del mundo. Sin dobleces. Sin paños calientes. Sin mentiras.
Así que, ¡Dios me libre de guiarme en exceso por algunos bienintencionados consejos, lecciones morales u opiniones gratuitas y desviadas de la realidad en la mayor parte de los casos!, ¡qué sabe nadie lo que me mueve por dentro! Despegarme de ello es no solo una garantía de mi libertad personal, obviamente, sino un peldaño más en el alcance de mi plenitud. Y en el fondo me lo agradecerán. 


            (Y advierto: no por ello dejo de mimar a la gente que me importa).


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