Apagó el motor del coche y se quedó sentada un momento en
su interior. Quitó la música y sin despegar las manos del volante acercó su
cara hacia la luna delantera, como si ese gesto sirviera para averiguar qué se
escondía más allá del horizonte. No vio nada. Bajó los ojos en busca del reloj
interior y se dio cuenta de que apenas eran las seis de la mañana. El
termómetro marcaba ya veintiséis grados. Aún estaba a tiempo, pensó. Cogió de
la guantera sus gafas de sol azuladas, de su bolso un pañuelo para cubrirse el
pelo y salió del coche.
Caminó unos pasos hacia delante y se sentó a esperar la
salida del sol, aguardando que los primeros rayos iluminaran la línea
imaginaria que se encontraba frente a ella. Sabía que al otro lado nacía otro
país y se preguntó si las gentes que allí habitaban serían muy distintas a las
de la tierra que ahora pisaba. No conocía bien su cultura, ni sus costumbres,
ni su concepto de la vida, ni su verdadero sentir. Era una extranjera de paso y
únicamente le había dado tiempo a echar un breve vistazo a su alrededor. Más
allá de los tópicos no había conseguido perfilar un boceto claro. Empezó a
imaginar cómo sería su vida en una cultura tan distinta a la suya, en una
sociedad en la que las mujeres desempeñan un papel ya obsoleto en occidente.
Tenía la certeza de que ella no encajaría en un rol consistente en la ciega
obediencia al hombre, ciudadana de segunda y, al mismo tiempo, encargada de
engendrar la simiente que seguiría alimentando esa pirámide de desigualdad.
Naturalmente, cuando se ha conocido otro modo de vida no es posible descender
hacia la pasividad y el silencio pavoroso. Y, por otro lado, muchas de las
mujeres con las que se comparaba seguían fomentando ese sistema social. Se
preguntó el porqué y de forma inmediata le vino a la mente la duda de cómo
observaría una sociedad más avanzada el engranaje en el que ella vivía. Muy
posiblemente de existir un grupo humano más evolucionado, en el que las mujeres
no hubieran de reivindicar derecho alguno por el reconocimiento de su igualdad
con el hombre, sus féminas se cuestionarían al igual que hoy hacía ella cómo
era posible desenvolverse felizmente caminando entre lodo. Supuso que se
trataba de una cuestión de costumbre. A todo se habitúa uno, al igual que un
preso se hace a recorrer tan solo los metros cuadrados de su celda o un niño
sabe que su recreo durará tan solo media hora.
Absolutamente devorada por sus pensamientos miró hacia el
cielo y se dio cuenta de que el sol ya había tomado posiciones. Cubrió sus ojos
con las gafas y enrolló el pañuelo en su cabeza. Se concentró y trató de
reproducir una de sus jornadas cotidianas. Cada mañana salía de casa muy
temprano para ir a por su coche. De camino se cruzaría con algunas caras que, a
pesar de estar aún somnolientas, mirarían con el rabillo del ojo su atuendo y
analizarían su aspecto físico. Ya en el trabajo, tendría especial cuidado de
que el escaparate en el que se exponía no mostrase ni un solo rasgo que pudiese
considerarse inapropiado exhibicionismo de sus atributos femeninos. Como un
autómata y en un acto reflejo colocaría su falda al sentarse y al ponerse en
pie, cubriría su escote al agacharse. Mantendría las distancias adecuadas para
evitar acercamientos que llevasen a equívocos. Ya inmersa en la vorágine de sus
tareas trataría de mostrar que tras una sonrisa no se esconde un coqueteo, que
tras un signo de buen humor no hay armas de mujer en deliberada acción y que
tras un desacuerdo no hay una protesta feminista. Al terminar, subiría en su
coche y emprendería el camino de vuelta a casa. Transitaría únicamente calles
concurridas, haciendo caso omiso al comentario disfrazado de piropo y regado
por alguno a cuanta mujer se topase. Entraría en su portal tras la rutinaria
mirada a su espalda para asegurarse que el camino estaba despejado y ya en el
ascensor vacío de extraños sacaría las llaves de su bolso. Varias vueltas y por
fin en casa.
Algo la despertó de pronto. El calor empezaba a picar y
se puso en pie. Antes de subir al coche volvió la vista para observar por
última vez aquella estampa. Despegó los labios y apenas con un hilo de voz
dijo: "adiós, Sahara, aquí me despido. Ha tenido que ser justamente en
el último momento cuando me dé cuenta de que entre tú y las piedras por las que
transcurren mis días, entre los pies que te recorren a diario y los míos no
existe tanta diferencia. Unos mandan y otros se someten, unos oprimen y otros
consienten, unos gritan y otros guardan silencio. Y las mujeres… siguen pagando
un doble peaje cada vez que quieren atravesar la frontera".
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