ESOS MODOS MÍOS
De
todas las personas con las que compartimos un pedazo de vida, o la vida entera,
¿cuántas merece la pena conservar en un lugar de honor? La respuesta a esa pregunta tan solo puede
darse posicionándonos en un punto de no egoísmo. Es preciso, además, enfocar
ese punto de manera recíproca. Es decir, por un lado, requiere valorar nuestras
vivencias con dichas personas siendo generosos, y evitando anclarnos en esa
tendencia de ponernos a nosotros mismos en primer lugar; y por otro lado,
escogiendo a aquellos que, tras poner en la balanza todas las experiencias
comunes, y haya pasado lo que haya pasado, tenemos claro que no son tildados de
seres esencialmente egocéntricos, por más que en algún momento hayan necesitado
mirar hacia sí mismos y hayamos echado algún que otro sapo y alguna que otra
culebra por nuestras bocas.
Por
mi parte, tengo claro a qué personas querría conservar a mi vera para siempre y
a quiénes no les daría ni un rinconcito de mí. Sinceramente, creo tener la
certeza de a quiénes tengo entre mis imprescindibles, seres que se me revelaron
como realmente especiales y que me mordieron el alma incluso sin ser
conscientes de ello. Seres que ocupan un buen lugar en mi corazón. En algunas
ocasiones, si hago esa lista pública, las críticas me llueven en forma de
piedras que me acusan de inconsciente –como poco-, de blanda, de ciega, de bla,
bla, bla,…y un largo etcétera. Pero es que yo tengo mi propia forma de amar,
querer, apreciar y encariñarme. Y, fíjense, ni puedo ni quiero desprenderme de
ella. Me siento segura y convencida de dicha forma e incluso hay un gran componente racional en esos
modos míos.
Para
mí, amar consiste esencialmente en preocuparme de forma efectiva por el
crecimiento personal de aquellos a los que quiero, en contribuir a la
superación de sus problemas y en tratar de poner mi granito de arena en
fomentar su lado más positivo. Sé, por otro lado, que en ocasiones dicha tarea
puede resultar realmente dura y entrar en conflicto con lo que en apariencia
podría convenirme. Podría incluso ir en contra del objetivo de mantenerme a
salvo del dolor. Pero es que si de mis labios sale un “te quiero” hacia
alguien, acto seguido de mis acciones saldrán hechos de esa tonalidad. Y me
equivoco, y me equivocaré, y me empecinaré metiendo la pata mil y mil veces, y
hasta mostraré mi enfado y mi portazo… pero lo sigo intentando. Sigo luchando
por su pervivencia en lo más íntimo de mí y me resisto a perderlas, porque
dichas personas se me enredaron en el corazón y no hay vuelta atrás. ¿Y por qué
ellos? Por regalarme un simple gesto desprendido en el momento justo; por
asomarse a mí de un modo determinado, ese que a mí me hace de miel; por abrirse
por dentro hasta cuando no suena bien lo que hayan de decir; por hacerme reír
con las bromas más fáciles y hasta de mí misma; o por esa conversación hasta
las tantas, en apariencia simple, pero tremendamente enriquecedora porque
contribuye a compartirnos. Así de sencillo.
Y
bien sé que ha habido y hay ocasiones en los que la vida me ha colocado en la
posición de perdedora de algunas batallas, pero la guerra es otra cosa. Mi
guerra es ser consecuente con esos sentimientos que me procuran dichas personas
y, por lo tanto, mi modo de amarlos va por esos derroteros.
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