ESTAR DE VUELTA (Muy íntimo y muy personal)
Hace mucho tiempo que me hice el firme propósito de no
querer estar de vuelta de todo. Que no importaría lo que ocurriese, pero que
jamás haría el tránsito de convertirme en piedra. Era muy joven entonces y me
daba de bruces con el lado más amargo de la vida. Y sin embargo confieso que
por un minúsculo y efímero instante estuve tentada a visitar la zona oscura.
Recuerdo, como si fuera hoy, que absolutamente engullida por aquella vivencia
mis primeras palabras fueron: no voy a dejar entrar a nadie más en mi vida,
pues hay tanto dolor en su pérdida, que no creo que pudiera soportarlo. No
tardé ni veinticuatro horas en desdecirme de aquello y recordando lo
pronunciado marqué de despropósito aquel principio. “¿A quién quiero engañar?”
—me dije. “Va a ser absolutamente imposible abstraerme a esos sentimientos
brotados de forma natural, aislarme y tratar de condenarme a no sentir más ante
nada ni ante nadie, por lo que pueda pasar después”. Así que en aquel momento
supe que no importaba cuánto dolor me había caído encima como una losa, porque
llegado el momento los afectos irían incorporándose a mi vida sin poder
evitarlo. Y en ocasiones llegarían las pérdidas, inevitables algunas, eludibles
otras, pero llegarían. Y volvería a morder el polvo. El lodo, más bien, de aquello
que es para mí fuente de absoluto terror: la pérdida –física y/o espiritual- de
quienes son importantes en mi vida. Mi talón de Aquiles. Mi debilidad.
Recordar estos pensamientos viene a colación de una frase
que me han dirigido hace un par de días: “tú eres fuerte, María”. No es la
primera vez que la oigo, ni la segunda, ni la tercera…, y siempre, siempre me
provoca el mismo efecto. En primer lugar, hay una especie de rechazo en mí al
término, por más que se presuponga como virtud. Inconscientemente suelo
asociarlo a la idea de insensibilidad y ¡vive Dios que no tengo idea de lo que
es eso! Posteriormente me pregunto a mí misma, en silencio: ¿lo soy? Y automáticamente
suelo contestar con un rotundo no, que no es oro lo que parece relucir y que
hay en mí una fragilidad tal que hacen que me derrumbe una y otra vez. Y sí, sé
que es cierto que, tras eso, con mayor o menor coste –casi siempre mayor-, con
mayor o menor éxito, suelo ponerme en pie y seguir adelante, pero aquellos que
están a mi lado muy estrechamente saben que cada golpe que me da la vida suele
tumbarme hasta deshacerme por dentro en mil pedazos.
Y ahora, como siempre que alguien me dirige esas palabras,
me pregunto qué es ser fuerte. ¿Volver a ponerse en pie tras una caída?, ¿no
dejar que te derriben los golpes recibidos?, ¿o tratar de relativizar los daños
por inevitables? Por lo que a mí respecta, algo es seguro: no creo que nunca
logre alcanzar la segunda ni la tercera opción. Los golpes recibidos me
derrumban; y lo hacen además con una fuerza directamente proporcional a la
intensidad de mis sentimientos en tal asunto. Por su parte, relativizar los daños no está en mi
vocabulario. Naturalmente que tengo una jerarquía que establece en la cumbre de
la pirámide aquellas cuestiones que revisten la más alta gravedad, pero dejando
aparte esos casos, no creo que pudiese tampoco minimizar el sufrimiento
provocado por una herida abierta. Duele y punto. Me queda, por lo tanto, una
sola opción: ponerme en pie una y otra vez; que por cierto no hay entrenamiento
para ello. Pero si a eso le llaman ser fuerte, pues lo será. ¡Vete tú a saber!
Pero en tales desafíos prometo que no me siento en absoluto como tal y que
cualquiera que pudiese espiarme cuando estoy a solas por un agujerito daría
buena cuenta de ello. Eso o mirarme a los ojos, porque disimular nunca se me
dio especialmente bien en cuanto a emociones se refiere.
Sea como sea, en estas personalísimas e íntimas
reflexiones, este pensar en voz alta, me ratifican una y otra vez que ni estoy
ni estaré jamás de vuelta de todo. Tampoco lo pretendo, eso es verdad, pero,
aunque me lanzase en plancha a intentarlo, mi fracaso seguramente sería
rotundo. Podré quizás saber –o tratar de averiguar, al menos- cuándo alejarme
del dolor o cuándo es preciso ponerme a salvo; o justamente al contrario cuándo
quedarme y arriesgarme. Depende. En algún momento la respuesta que me haga
virar a izquierda o derecha llegará, los años enseñan; y en tal caso juro que
la seguiré a pies juntillas. Pero ¿exenta de pagar su precio emocional?, ¿estar
de vuelta de las cosas, permanecer inerte y no mojarme en ellas?... ¡eso no va
a ocurrirme ni, aunque viva cien vidas!
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