ESTAR DE VUELTA (Muy íntimo y muy personal)
By María García Baranda - noviembre 26, 2015
Hace
mucho tiempo que me hice el firme propósito de no querer estar de vuelta de
todo. Que no importaría lo que ocurriese, pero que jamás haría el tránsito de
convertirme en piedra. Era muy joven entonces y me daba de bruces con el lado
más amargo de la vida. Y sin embargo confieso que por un minúsculo y efímero
instante estuve tentada a visitar la zona oscura. Recuerdo, como si fuera hoy,
que absolutamente engullida por aquella vivencia mis primeras palabras fueron:
no voy a dejar entrar a nadie más en mi vida, pues hay tanto dolor en su
pérdida, que no creo que pudiera soportarlo. No tardé ni veinticuatro horas en
desdecirme de aquello y recordando lo pronunciado marqué de despropósito aquel
principio. “¿A quién quiero engañar?” —me dije. “Va a ser absolutamente
imposible abstraerme a esos sentimientos brotados de forma natural, aislarme y
tratar de condenarme a no sentir más ante nada ni ante nadie, por lo que pueda
pasar después”. Así que en aquel momento supe que no importaba cuánto dolor me
había caído encima como una losa, porque llegado el momento los afectos irían
incorporándose a mi vida sin poder evitarlo. Y en ocasiones llegarían las
pérdidas, inevitables algunas, eludibles otras, pero llegarían. Y volvería a
morder el polvo. El lodo, más bien, de aquello que es para mí fuente de
absoluto terror: la pérdida –física y/o espiritual- de quienes son importantes
en mi vida. Mi talón de Aquiles. Mi debilidad.
Recordar
estos pensamientos viene a colación de una frase que me han dirigido hace un
par de días: “tú eres fuerte, María”. No es la primera vez que la oigo, ni la
segunda, ni la tercera,… y siempre, siempre me provoca el mismo efecto. En
primer lugar hay una especie de rechazo en mí al término, por más que se
presuponga como virtud. Inconscientemente suelo asociarlo a la idea de
insensibilidad y ¡vive Dios que no tengo idea de lo que es eso! Posteriormente
me pregunto a mí misma, en silencio: ¿lo soy? Y automáticamente suelo contestar
con un rotundo no, que no es oro lo que parece relucir y que hay en mí una
fragilidad tal que hacen que me derrumbe una y otra vez. Y sí, sé que es cierto
que tras eso, con mayor o menor coste –casi siempre mayor-, con mayor o menor
éxito, suelo ponerme en pie y seguir adelante, pero aquellos que están a mi
lado muy estrechamente saben que cada golpe que me da la vida suele tumbarme
hasta deshacerme por dentro en mil pedazos.
Y
ahora, como siempre que alguien me dirige esas palabras, me pregunto qué es ser
fuerte. ¿Volver a ponerse en pie tras una caída?, ¿no dejar que te derriben los
golpes recibidos?, ¿o tratar de relativizar los daños por inevitables? Por lo
que a mí respecta, algo es seguro: no creo que nunca logre alcanzar la segunda
ni la tercera opción. Los golpes recibidos me derrumban; y lo hacen además con
una fuerza directamente proporcional a la intensidad de mis sentimientos en tal
asunto. Por su parte, relativizar los
daños no está en mi vocabulario. Naturalmente que tengo una jerarquía que
establece en la cumbre de la pirámide aquellas cuestiones que revisten la más alta
gravedad, pero dejando aparte esos casos, no creo que pudiese tampoco minimizar
el sufrimiento provocado por una herida abierta. Duele y punto. Me queda, por
lo tanto, una sola opción: ponerme en pie una y otra vez; que por cierto no hay
entrenamiento para ello. Pero si a eso le llaman ser fuerte, pues lo será.
¡Vete tú a saber! Pero en tales desafíos prometo que no me siento en absoluto como
tal y que cualquiera que pudiese espiarme cuando estoy a solas por un agujerito
daría buena cuenta de ello. Eso o mirarme a los ojos, porque disimular nunca se
me dio especialmente bien en cuanto a emociones se refiere.
Sea
como sea, en estas personalísimas e íntimas reflexiones, este pensar en voz
alta, me ratifican una y otra vez que ni estoy ni estaré jamás de vuelta de
todo. Tampoco lo pretendo, eso es verdad, pero aunque me lanzase en plancha a
intentarlo, mi fracaso seguramente sería rotundo. Podré quizás saber –o tratar
de averiguar, al menos- cuándo alejarme del dolor o cuándo es preciso ponerme a
salvo; o justamente al contrario cuándo quedarme y arriesgarme. Depende. En
algún momento la respuesta que me haga virar a izquierda o derecha llegará, los
años enseñan; y en tal caso juro que la seguiré a pies juntillas. Pero ¿exenta
de pagar su precio emocional?, ¿estar de vuelta de las cosas, permanecer inerte
y no mojarme en ellas?... ¡eso no va a ocurrirme ni aunque viva cien vidas!
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