Requisito imprescindible para ser feliz: comprender el corazón de las personas. O al menos para sentirse en paz. Así dicho suena en extremo bucólico y de un buenismo supino, pero por ahí van los tiros de algo que se llama huir de la eterna insatisfacción. Hay circulando por el mundo corazones de todos los colores, tamaños y texturas. Existen corazones debilitados, decepcionados, algo sufrientes, heridos, hechos fosfatina. Los hay como piedras, indolentes y a prueba de bombas. O eso parecen. También miedosos, huidizos y volubles. Y desde luego grandes, lustrosos y a pleno rendimiento. Dichos caracteres no son eternos, esto es, pueden variar -¡y más vale!-, con el paso de los acontecimientos y según se vean afectados por estos. Pero lo más importante de todo es no quedarse a vivir en uno de esos estados eternamente. A no ser, claro, que sea el de absoluta plenitud, pero ese bien sabemos que es intermitente. Por lo tanto, el peor de los vicios es el de creer que uno posee un corazón con uno de estos rasgos predominantes y quedarse ahí, estancado, pensándolo inmutable. Y no solo por inmovilismo propio, sino porque es casi seguro que uno se convertirá en el cliente perfecto de una victimización reluciente y hermosa.
Uno no puede pasarse la vida diciéndose a sí mismo que es más sensible que los demás, más vulnerable que el resto, mejor blanco que otro para las heridas de guerra. Por lo que a mí respecta, soy consciente de mi alto grado de sensibilidad desde que era niña. Emotiva y sentimental sí. Sensible también. Frágil y víctima no. Me niego a instalarme en ese estado, injusto para mí y para quienes comparten su vida conmigo. El victimismo no va conmigo. Y podré ser, en efecto y como todos, víctima de un acontecimiento puntual o de una persona concreta. Pero hasta ahí. Cuando lo he practicado, porque es necesario y todos lo hemos hecho en algún momento, ha sido con fecha de caducidad y vigilando de reojo que la puerta de entrada a un estado vitalicio estuviera bien cerrada. Ese portazo a tiempo es el mejor de los salvoconductos para tratar de conseguir la tan anhelada felicidad. Resulta demasiado habitual y extremadamente peligroso acomodarse en el principio de “todos me decepcionan” cada vez que las cosas no salen como nos gustaría. “Todos son iguales”, “todas son iguales”, “no entiendo a los hombres”, “no entiendo a las mujeres”, “me utilizan”, “¿a qué están jugando?”,… Escucho dichas expresiones con demasiada cotidianidad y en tales casos no puedo evitar preguntarme: “oye, ¿a quiénes no entiendes?, ¿a todas en bloque?, ¿a todos como ente en masa indisoluble?” Porque franca y simplemente me da por pensar que tal vez se trate de ti, que ante el dolor o la decepción te has posicionado en un lugar más cómodo en el que el no hacer por comprender a la otra parte te da menos quebraderos de cabeza. Taponas la entrada de razonamientos porque mientras uno se lamenta y llora el daño, al menos tiene algo. Al menos siente. Al menos aún existe el asunto que provoca todo tu desaguisado. Y es que entender razones ajenas cuando no nos favorecen cuesta. Duele. Es en extremo complicado. Y desde luego no es una acción de resultados inmediatos, sino un proceso largo, trabajoso y constante.
Ni todos somos iguales, ni siempre nos comportamos del mismo modo -ni siquiera con las mismas personas-, ni hay por qué estar jugando a nada. A veces solo sobrevivimos. Otras, las más, creemos estar haciendo lo correcto para propios y extraños. Pero desde luego siempre, siempre, hay razones para actuar de un modo u otro. Y me refiero a causas de las que radican en el propio corazón, en los sentimientos individuales. Tantas formas de sentir(se), como combinaciones de formas de ser y circunstancias existan. Por lo tanto, pensar que el resto del mundo va circulando inerte por la vida mientras uno sufre sus despropósitos casi aleatoriamente, no solo lo creo infantil y muy facilón, sino que me provoca cierta grima. Salvo con algún caso aislado y no muy afín, por fortuna, en absoluto creo que todo aquel que me hirió lo hiciese porque iba a su puñetera bola. Ni mucho menos si pienso en las personas que más daño pudieron causarme en un momento dado, máxime porque este fue tal precisamente por ser o haber sido importantes en mi vida. Siempre va en proporción, mal puede herir quien no es relevante para uno. Así que, de sobra sé que la mayor parte de las veces se debe ya a momentos en los que los intereses de las personas se separan, chocan o se enfrentan,… y cada uno tira ya de su lado de la cuerda. O no se pudo o no se supo hacer de otro modo. O simplemente son ya maneras incompatibles. Y por supuesto tengo siempre muy presente el principio de la causa y el efecto, porque si hablamos de relaciones humanas medianamente normales y sanas -o que al menos lo fueron durante un tiempo-, hemos de interiorizar que las cosas no suceden porque sí. Siempre hay algo que lo provoca, un chispazo inicial y sobre todo un largo devenir de acontecimientos que van cocinando el plato poco a poco. Con mayor o menor razón de ser, correcta o erróneamente gestionado, coherentes o incoherentes, justa o injustamente,… pero sin duda hay una causa cuyos efectos son inevitables. Así que el mundo no está en contra de nadie, ni siempre nos salen mal las cosas porque “¡cómo es la gente!” Más allá de los torpes, de los ineptos, de los seres oscuros -que haberlos haylos y a patadas-, existe un amplio espectro de gente de a pie que no se han confabulado para amargarle la vida a nadie. Y mucho menos por razones de sexo, edad, etnia o religión. Tan solo hay corazones de todos los colores.
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