Un joven cursa sus estudios obligatorios, completa a continuación estudios de Bachillerato, decide seguir formándose y se plantea matricularse en la universidad. Piensa, dirime, pregunta aquí y allá, elige finalmente una carrera universitaria: Derecho. Allí va formándose para llegar a ser jurista. Derecho Político, Derecho Romano, Derecho Penal I y II, Derecho Administrativo, Derecho Penal I, II, III y IV,… así hasta obtener su grado, anteriormente licenciatura. Se colegia y ejerce como abogado, por ejemplo. O decide preparar oposiciones y desarrollarse en la judicatura, ardua labor. Pasarán los años y tendremos frente a nosotros a un hombre o a una mujer bien instruido, formado en leyes, con un nivel intelectual más que alto. Tendremos a un hombre o a una mujer profesional de su campo. ¿Estamos de acuerdo? Creo que estos aspectos no ofrecen ningún género de duda. Ahora bien, hombres y mujeres estudiados y bien formados, sí. Profesionales también, pero nada ni nadie asegura si buenos o malos. Tampoco si su nivel de moralidad es adecuado, menos aún por la dificultad y subjetividad que conlleva medir la cuestión; si su concepto del bien y del mal es ajustado y equilibrado. Ni siquiera si su sentido individual de la justicia queda relegado a un rincón en virtud de la equidad y de la igualdad. Ni si bajo la toga hay un racista, un fanático religioso, un machista recalcitrante, una hembrista resentida, un ultraconservador vengativo, un homófobo, un fascista, un ser con disfunciones mentales, o simplemente una víctima acomplejada por sus propias experiencias personales. La cosa se pone peligrosa, porque a partir de aquí estamos haciendo malabares con granadas de mano.
La justicia, esa señora de ojos vendados, reposa en los articulados de las distintas leyes, en efecto. Y sabemos de igual modo que tales leyes son aplicadas por los correspondientes jueces. Y mil veces decimos que son seres humanos, imperfectos ellos, con una labor dificilísima entre las manos, desde luego, pues tal tarea contrae una durísima responsabilidad que pasa obligatoriamente por despegarse de la subjetiva visión que todo ser humano posee, para aplicar justicia con la mayor equidad. Bien. Pero no me negarán que la cuestión no se complica cuando, como decía antes, bajo esas vestimentas habita un radical del ámbito que sea, con afán de justiciero de su propio microcosmos y que se toma el término “interpretar” con la connotación de la citada subjetividad a la que antes me refería. ¡Cuidado, perro! Ojo a esa negra toga y ojo a esas puñetas, señores. Y desde luego, ojo con quien se coloca a la cabeza de una sala, si quien va a impartir supuestamente justicia encaja con alguna de esas etiquetas que imposibilitan que así sea. El peligro es el mismo, mayor incluso a veces, que colocar a un pedófilo a cuidar de un colegio, o a un ex terrorista con historial en el manejo de explosivos a circular por las minas de Riotinto.
Y parémonos a observar esas legislaciones, esos códigos que se elaboran, enmiendan, modifican y reforman por quienes ostentan del Poder Legislativo, véase, nuestros representantes en las Cortes. Que aquí es donde yo me pregunto también, al igual que con los miembros del Poder Judicial, cuál es el ADN de los componentes de ambas cámaras para tener el tino de ajustar con sus dedos y distinguir aquello que es delito de lo que no lo es, lo que resulta un agravante o un atenuante, el sistema de penas a aplicar,…. Y rizo el rizo ya cuando el hemiciclo se impregna de un tufillo de clientes carcelarios a los que ya estamos habituados en estos últimos tiempos, y que de hecho lleva ocurriendo desde tiempos inmemoriales. Porque moralidades las hay de muchos tipos. Y opiniones ya, a cientos. Y experiencias personales que influyan, para parar un tren. En los intereses particulares ya ni me detengo. Así que ahí tenemos a los señores jueces ejerciendo, a los supremos de los señores jueces elegidos por el Poder Ejecutivo con un arbitrio curioso y nunca demasiado transparente, al Poder Ejecutivo y Legislativo compuesto por toda clase y condición de elementos, cada uno de su padre y de su madre. Y para rematar unos códigos legales que en su mayoría son refundiciones enmendadas de manera muy parcial -parcheadas casi siempre- o refundiciones de las refundiciones de unos textos del año de la caraba.
Abramos hoy el Código Civil. Aunque presente artículos reformados en el año, por ejemplo, 2015 -¡ya sería cojonudo que no fuera así!-, está el texto solemnemente firmado por Cristina. ¿La infanta? No, esa no. La regente, María Cristina. Esa misma, la viuda del rey Alfonso XII, que en 1889 da rúbrica a un Código que entra en vigor mediante Real Decreto del Ministerio de Gracia y Justicia. Ahí es nada. ¡1889! Y por ese código, por ejemplo, se rige que yo herede o no. Y la gestión del patrimonio nacional y que le pertenezca -¿legítimamente?- a unos señores con unos títulos procedentes del Antiguo Régimen. Y se rige si me caso o me divorcio y lo que me ocurre. Y si mis hijos han de vivir con su padre o con su madre. Por ese código y sus obsoletos conceptos plagados de lagunas y alejados de la realidad social y de los principios de diversidad y tolerancia que esta exige, un juez posee una amplísima capacidad de maniobra para aplicar a su antojo las correspondientes leyes. Y dependiendo de cómo le haya ido la feria a ese señor o a esa señora, dependiendo de hacia donde se inclinen sus creencias, dependiendo de la sobrecarga de trabajo de su juzgado, de cómo les educó papá y mamá, de las ganas de escuchar con detenimiento a las partes y de leer las pruebas, de su capacidad de observación de la realidad, etcétera, etcétera, etcétera,…. aplicará las leyes y dictará sentencia. Mecánica y sistemáticamente, cual artilugio a pilas aun cuando al otro lado se condicionen vidas. Y así, una persona que padezca sordera o ceguera no podrá contraer matrimonio sin el permiso de un médico. Los hijos de padres divorciados serán casi sin mirar lanzados a los brazos de sus las madres, porque es su labor de mujer como Dios manda -que ahí sí se tiene en cuenta- y aunque esta sea contrabandista de diamantes en África, practicante de ritos satánicos, o una veleta de padre y muy señor mío. O se le dará el derecho de visita a un padre que ha violado y molido a palizas sistemáticamente a la madre de sus hijos. O se obligará a unos padres a dejar parte de su patrimonio en herencia a hijos por los que han sido vejados o injuriados. Eso es el Código Civil y esas son perlitas de un gran número de jueces. Y al respecto al Código Penal he de detenerme profundamente asustada. También refundido una y otra vez, pero sobre las bases de un código de la etapa franquista. De esa en la que el adulterio tenía pena de cárcel o el crimen si era pasional era menos crimen, efectuado por él, claro. Ese que pide más de sesenta años de cárcel a un detenido por una supuesta agresión física de dudosa veracidad y en medio de un oscurísimo proceso. Ese que mantiene en libertad a condenados por robo, prevaricación, desvíos de fondos y otros delitos financieros contra la hacienda pública. Ese que distingue hoy por hoy el abuso sexual de la violación en función de cuántas veces haya pronunciado la víctima la palabra no, cuán fuerte haya cerrado las piernas o cuántos manotazos haya dirigido a los agresores. Ese que permite que un individuo al frente de una sala penal, por el mero hecho de haberse formado académicamente con dedicación, decida mediante interpretación altamente subjetiva que una manada de despojos sociales, una piara de la peor calaña, no sean violadores, sino culpables de abuso sexual, porque según su criterio -no sabemos cuál es su experiencia vital, ni su grado del conocimiento de la condición humana, ni si hay en él ausencia de empatía o incluso rasgos de psicopatía,…- llevado al rango de dogma de fe, es que si no matas o te dejas matar no hay tal delito. Pues, ¿sabéis qué?, que ante tales aberraciones y tal profundidad de hedor humano, ante semejantes ausencias de justicia llego a entender la enajenación de algunos individuos víctimas de tales despropósitos, en los que las víctimas acaban siendo obligadas a demostrar el daño e incluso a defenderse, y los culpables campan a sus anchas en su locura y su desvergüenza. El asco, el dolor y la rabia, la impotencia y la necesidad de enmendar el agravio producen una imparable necesidad: ¡BANG, esto es justicia! Ya me sirvo yo.
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