Los corazones cerrados siempre me han provocado una gran ternura. Pero no una ternura dulce, suave y preciosa, sino una ternura rendida y lastimera. Bien creo que hubo momentos en los que, transitoriamente y sabiendo donde estaba, aclaro, yo fui uno de ellos. Pero la verdad es que nunca los he entendido bien y hasta he sido un poco crítica con su enrocada mirada a su epicentro. He podido detectarlos, acompañarlos, analizar pros, contras, causas y consecuencias… pero no he logrado comprenderlos del todo. Tal vez sí intelectualmente; no sentimentalmente. Por algo están cerrados, ya.
Pero claro, también he sabido siempre que el único modo de acceder a otro corazón, esté este como esté, es a través del propio. Desde el cariño delicado y no desde elaboradas estrategias ni pensamientos cartesianos. Es así. A cada cosa lo suyo, al amor con el amor como base absoluta de todo. Y si no, ¡a otra cosa, mariposa! Y… una vez situados sobre ese tapiz limpio y generoso, ahí podemos y debemos ya emplear el coco. Imprescindible combinación, por tanto. Que los corazones tontorrones tampoco logran gran cosa.
Así que sí, que Jodorowsky tiene razón, a un corazón cerrado no se entra de cabeza, sino solo con el propio en la mano, pero apunto: los corazones que penetran de lleno en otros para iluminarlos y abrir cualquiera de sus cerrojos son siempre corazones inteligentes.
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