Es curioso mi viaje, mi inverso
viaje. La edad no me ha otorgado, no me otorga de hecho, anclajes a la vida
sino alas. No lo esperaba, ¡vive Dios! Pensé muy convencida que el camino
contrario era lo natural. Que eso era construir. Tender a conservar los
pensamientos con cierto inmovilismo y a
guardar bajo llave cada capítulo vivido como si algún ente extraño fuese a
entrar durante la noche con el fin de llevarse consigo su enseñanza; si es que
tal vez la hubo, que eso no ocurre siempre. Pero no. En absoluto. Los años han
hecho que en mi espalda crezcan unas enormes alas de espumosa apariencia y
blanquecino tono, frondosas y ligeras, que me van permitiendo despegar lentamente
los pies de un suelo ya gastado por los acontecimientos. Y así, de día en día, con
cada pequeño movimiento, recorro unos centímetros en dirección opuesta al orden
establecido. Y casi sin pensarlo, además.
Indisciplinadamente,
espontáneamente, visceralmente… el orden de los días me hace sentir incómoda, cada
vez más incómoda; tanto que corro a degustar al menos un instante de anarquía ante
lo cotidiano. Hacer las cosas mal o simplemente no hacerlas, con eso ya me
basta. Tan solo porque puedo, porque me da la gana. Grande, osada, la descarada
gana. Llegar tarde, no acudir a un evento, no pensar en tal cosa, resolver por
encima y sin sumo cuidado o hacer eso que se supone al sábado siendo tan solo
miércoles. De ese modo me curo del cansancio acumulado por las cosas bien
hechas –o intentadas, al menos–, por las preocupaciones que me impidieron
dormir tantas y tantas noches, por mis llantos absurdos, mis congojas del alma,
y el dolor por aquellas metas no logradas, cuando se suponía –no sé por quién,
ni dónde, ni tan siquiera cuándo- que habrían de cumplirse. Esta es mi cura
ahora. Mi placer. Mi deseo amplia y gustosamente saboreado. Mi sentido de vida
y un tesoro que guardo celosamente y por el que rujo ante la más mínima amenaza
de que me sea robado.
Alguien dijo una vez que el
caos es un invento del diablo, que es el mal encarnado en desestructura vital y
espiritual, que es el lugar al que nunca hemos de viajar, si no queremos que
nuestro tren descarrile sin remedio. Pero yo creo que quien dijo eso, si es que
tales pensamientos fueron pronunciados, era un ser tremendamente infeliz y hueco.
Hoy por hoy, para mí el caos es un auténtico sueño idílico y hermoso en el que
aspiro a instalarme del todo –sin que me muerda el estómago ni me remuerda la conciencia–, alguna inconcreta mañana de abril. O de mayo. O de
junio. Lo considero señal de inteligencia, muestra de superación de ataduras
ajenas y amarres propios, gesto de rebeldía tranquila cuando ya no se tienen
ganas de ser rebelde, pero se ha aprendido lo suficiente como para no consentir
subyugarse a nada ni a nadie. El caos, que si fuese un objeto sería de un
material opaco tornasolado, es pues el sumun, esa irisada cumbre apenas rozada
por las manos del hombre que deslumbrado únicamente alcanza a admirarla desde
la base, con los ojos llenos de ansias de elevarse a ella al menos una vez. El
caos… es entender la vida. Y que nos guste.
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